Enero de 1970 arrancaba con banda sonora, y el mundo parecía dispuesto a cruzar el puente sobre aguas turbulentas que cantaban Simon & Garfunkel aún a riesgo de arder, como hizo aquel pelotari Joseba Elósequi que prendió fuego a su ropa para protestar ante Franco al grito de “Gora Euskadi askatuta”. El regusto de plomo se había adherido al paladar de varios países en guerra, además de Vietnam. Y en España se iniciaba el proceso de Burgos: un consejo de guerra contra 16 militantes de ETA a quienes, gracias a la presión internacional, les fue conmutada la pena de muerte por largas condenas. El parkinson de Franco ya era público, y su voz de cristal, a punto de romperse, servía de metáfora del régimen.
En Estados Unidos, Coppola inventaba un nuevo cine de autor con El padrino, y Robert De Niro nos descubría la noche americana con Taxi driver. Marvin Gay caldeaba la atmósfera con su Let’s get in on y junto al Hot stuff de Donna Summer bullía la pista de Studio 54. Fue entonces cuando nacieron las dos pioneras digitales, Microsoft y Apple, aunque todavía no sabíamos de qué serían capaces. El gran escándalo se produjo en la misma Casa Blanca, a causa del Watergate, que le costaría la presidencia a Nixon en 1974 y demostraría el valor del buen periodismo, con Bob Woodward y Carl Bernstein del Post al frente. Vietnam, de telón de fondo, agonizaba cruelmente.
Aquí nos llegaban películas con retraso que emitía nuestra solitaria TVE como Chacal o Papillon, aunque los niños preferíamos La casa de la pradera o Los ángeles de Charlie. En la moda, la herencia del espíritu hippie se asentó en el glam rock y el disco más un sorbo de punk británico. Yves Saint Laurent se erigió en el rey de la década, tanto que la mayoría de sus diseños se siguen llevando hoy.
La palabra crisis entonces ya era habitual, y la guerra fría auguraba la peor de las relaciones entre EE.UU. y la URSS, un binomio de que siempre vuelve, igual que los pantalones de pata de elefante. La arrogancia de un Occidente amigo de Israel que no había calibrado su dependencia del petróleo y de los países árabes fue castigada con el embargo del combustible, y aquello provocó un seísmo económico global.
“La guerra fría auguraba la peor de las relaciones entre EE.UU. y la URSS, un binomio de que siempre vuelve, igual que los pantalones de pata de elefante”
En noviembre de 1975, cuando Arias Navarro anunció la muerte de Franco, media España descorchó el champán y la otra media se tomó un optalidón. La transición inauguraba un tiempo nuevo y se incluían términos como libertad y perdón. Se legalizó el Partido Comunista, Suárez entró en escena con su aire de Hombre rico, y Shere Hite publicó su informe en el que tres mil mujeres hablaban de orgasmos clitorianos y masturbación.
En Catalunya, los vientos de la contracultura se juntaban en el Canet Rock, y el feminismo organizaba las Primeres Jornades Catalanes de la Dona. El éxodo de los pueblos a las ciudades se agigantó.
Las muertes de Elvis y de Chaplin anticiparon los futuros banquetes de nostalgia. Y el destello del realismo mágico arrasaba con el boom latinoamericano. En Barcelona, Zeleste, Sisa, Pau Riba o Gato Pérez marcaban la escena musical, y en 1977, en el Park Güell se celebraron jornadas libertarias con drogas, sexo y rock and roll. Sin cargas policiales.
La década fue terminando con aterrizajes muy dispares: el del papa Wojtyla en el Vaticano, el de Jomeini en Irán o el de Rusia invadiendo Afganistán. Sony inventó los walkmans, que ayudaron a aislarse. En España, la llegada de los primeros alcaldes democráticos coincidió con la despenalización del adulterio, por lo que el progreso bailaba al ritmo de Gloria Gaynor y su I will survive, pero aquí siempre fuimos más de Las Grecas.
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