El mundo se divide entre aquellos happy few que se empeñan en ser llamados viajeros y se pierden en un callejón oscuro –como en el encantador relato de Miquel Molina en Cinco horas en Venecia (Catedral / Univers)– y quienes siguen siendo Vicente, y no solo van adonde va la gente sino que disfrutan de esa sensación de borreguismo turístico. Aman la multitud y adoran el tópico, por lo que se mueven ufanos en una lenta procesión de colas. Un modelo de turismo que se derrama en masa y, lejos de convertir el descubrimiento en experiencia, vomita ruido y alcohol. Su paso por las ciudades deja una huella catastrófica en lo medioambiental, socioeconómico e incluso cultural.
No es el turismo que sueña España cuando se anuncia que nuestro país está a punto de batir a Francia como primer destino del mundo gracias a los 100 millones de viajeros que nos visitarán este año. Pero convertirse en paraíso global puede parecer una fortuna envenenada. Nuestro lifestyle superó aquellas exaltaciones de Hemingway, transformó la pasión en decoración, y las noches salvajes en tardeos luxemburgueses. Hoy la demanda se cuadriplica, por lo que se inauguran hoteles cada semana y la orgía desatada de los pisos de uso turístico –a la que Nueva York ha empezado a poner coto a fin de detener el vaciado de los barrios céntricos– no hace sino crecer, con los fondos buitre revoloteando sobre urbes que acabarán siendo decorados, donde la vida siempre estará de paso y nunca más habrá sábanas tendidas ni aroma a caldo de pollo.
La semana pasada, mientras atardecía en el Park Güell y las palmeras, en primer plano, acercaban la visión del mar, arrancaba el desfile Crucero de Vuitton bajo las columnas proyectadas por Gaudí. Todo cobraba sentido en aquella ciudad que un día fue elegante y vanguardista, transgresora y al tiempo educada. La misma en la que Gaston-Louis Vuitton presentó sus baúles –en la Exposición Internacional de 1929– cuando la ciudad desplegaba su voluntad cosmopolita. La misma ciudad debe gran parte de su pujanza al negocio
textil, que acabó disolviéndose en los años noventa del siglo pasado. Pero el legado de aquel esplendor permanece, y, ahora, con la celebración de la Copa del América, tiene la oportunidad de volver a brillar. Porque dentro de esa escandalosa cifra de 100 millones de turistas se agazapa una selecta minoría de viajeros silenciosos que, allá donde van, buscan conectar con la memoria del lugar.
La capital catalana reúne todas las condiciones para volver a ser el centro cultural y artístico que fue
De la Acrópolis a la Fontana di Trevi, pasando por el Museo Rodin o las Pirámides egipcias, las grandes firmas de moda homenajean cada año lugares icónicos del mundo. Y peregrinan como los viajeros de antaño, con un séquito de amigos e invitados célebres. Se trata de las llamadas colecciones crucero , que alientan la cultura del viaje y la artesanía local –Vuitton, que suma cuatro fábricas en Catalunya y 1.800 empleados, acaba de adquirir el 80% de la curtiduría Riba Guixà–. Y sobre sus prendas se vuelca el tema de la colección, en este caso Barcelona y Gaudí, y se realiza una investigación para tirar de los hilos que acabarán trasladando los mosaicos modernistas al cuerpo.
La capital catalana reúne todas las condiciones para volver a ser el centro cultural y artístico que fue. Y, tras años excluida de la agenda internacional de la moda, la puesta en escena de la colección de Nicolas Ghesquière le ha devuelto un merecidísimo foco. Millones de impactos han mostrado una visión glamurosa del skyline de Barcelona, también de su hospitalidad, a pesar de doscientas cazuelas.
Comentarios