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Damocles en la máquina del TAC

A pesar de que el tiempo es una noción que carece del orden que la humanidad le otorgó, la gramática previó el uso del presente continuo, esa acción atada al gerundio, que siempre he imaginado como una espiral redonda. A día de hoy no sé todavía si debo decir que “tuve”, “he tenido” o “puedo estar teniendo” cáncer. Resulta similar al lenguaje de los exalcohólicos, que nunca dejarán de serlo por mucho que permanezcan sobrios durante décadas. 

Recordamos la espada de Damocles, cortesano adulador a quien Dionisio el viejo quiso escarmentar de manera original: intercambiaron roles por un día, permitiéndole éste ser monarca, pero Damocles salió huyendo cuando vio oscilar sobre su cabeza una espada sostenida por una sola crin. Y tanto caló la amenaza que todavía la utilizamos para definir el riesgo latente e inevitable.

Eso es lo que sentimos quienes nos hemos acabado familiarizando con una palabra que antes nos producía un helado respeto: oncología. Hoy la vemos escrita en la pantalla del centro médico y nos dirigimos hacia su puerta con dignidad –esa cualidad tan necesaria en la medicina clínica–, pero también con egotismo, porque la enfermedad es tan colonizadora que intenta apartarte del mundo, como si solo existiera el nubarrón negro que no escampa. Al acostarnos, la maldita espada se nos clava en la almohada.

Se trata de un trauma silencioso que provoca ansiedad y estrés en las revisiones oncológicas

A pesar de la luz de luna y de las risas en el patio, pensamos qué pasaría si en ese mismo instante la máquina de nuestro cuerpo fallara de nuevo y dejará escapar una célula egoísta, como las llama el profesor López Otín. O “un golpe de estado de tus propias células”, compara el oncólogo César Rodríguez. La metáfora es una forma de expresar la realidad a través de la sugerencia, que nuestra imaginación suele recibir con hospitalidad. Lo contaba Borges y elegía unos versos del poeta E. E. Cummings para resolver la ecuación sueño-vida: “Se parece a algo que no ha sucedido”.

La estadística afirma que sucede, ya que uno de cada dos hombres y una de cada tres mujeres tendrá cáncer a lo largo de su vida. Tras pasar por ello, se tiene la certeza palpable –no solo racional– de estar viviendo al tiempo de estar muriendo. La lejanía que un día representó la muerte se ha aproximado en un zoom radical. “Apura cada instante de la vida”, nos recomiendan a los que lo hemos superado, acaso olvidando que se ingresa en un protocolo en el que cada tres meses se debe pasar una selectividad vital.

Se trata del “trauma silencioso de la revisión” que a todas luces parece un mal menor, pero cuyo acerado filo provoca una sobredosis de ansiedad y temor. Avanzamos en nuestra relación de intimidad con las máquinas que practican las tomografías (TAC). Son imponentes, y su rugido atronador parece condición indispensable para hurgar en nuestros cuerpos, como si se batieran con el mismísmo diablo. Al día siguiente, entraremos en la aplicación para obtener el resultado. Nada.

Alternaremos rutinas y los compromisos y les diremos a los nuestros: “estoy en capilla”. Pero una no puede dejar de pensar en el nombre y el apellido de la nueva mancha. La aplicación sigue muda.Tendrían que pensar que nos faltan uñas para esa espera, y avivar la compasión por las miles de personas que cada día aguardan su resultado. Tras la insistencia, me mandan el mío: “benigno”, la palabra más optimista del diccionario. “Nos vemos dentro de tres meses”, me dicen con la alegría aprendida, y tú debes transformar ese sinvivir en una atracción de funambulista.

Artículo publicado en La Vanguardia el 26 de septiembre de 2023

Publicado en Artículos La Vanguardia

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