Desde hace casi tres años, de lunes a viernes, me despiertan los rugidos metálicos de la obra que tengo enfrente. Cuando la pasada Navidad terminaron la construcción de la casa, los ingenuos vecinos respiramos aliviados: pensábamos que retirarían la rabiosa grúa verde –cuyo brazo de noche parece el tentáculo de un monstruo– que emite un extenuante desacorde. Pero, tras unos días de asueto, los operarios regresaron con las caras largas. “Estamos deprimidos”, me dijo el jefe de obra: “Después de hacer y deshacer media casa, el dueño pide ahora derribar los baños porque no le gustan. Y añadió con sorna: “luego toca hacer la pradera, que así le llaman al porche y al jardín”.
Seis columnas ostentosas fueron alzándose junto a la vivienda, pervirtiendo aquel trozo de paisaje urbano y empequeñeciendo el resto de discretas construcciones. “Ni que fuera a vivir aquí Nerón”, exclamó un atardecer una vecina al sacar al perro. “Será Nerón, el rico”, respondió otro. A mí, en cambio, se me antoja un estilo muy Mar-a-Lago, empeñado en representar una gran vida, como si el esplendor de las casas se les pegara a sus habitantes.
Observo una y otra vez las fotos del baño de Trump, repleto de archivadores con secretos de Estado. Las araña de cristal de roca, las vetas del mármol negro Marquina y el inodoro fuera de servicio que debe de oler a cloaca conforman una estampa decadente y turbia. Se trata del aseo de Lake Room, en otros tiempos una suite de invitados. No se aprecian cuadros de Miró como el que colgaba en el baño de aquel Juan Antonio Roca malayo (el capo de los chanchullos urbanísticos de la Marbella de Gil), que quería defecar con arte. Tampoco hay pantallas de cine, esa boba aspiración de algunos caprichosos para darse un baño cinéfilo, del que acababan desistiendo a los quince minutos con la tensión por los suelos. El lavabo de Trump reproduce su sentido del gusto, exento de minimalismo. Probablemente él acabó imponiéndole a la decoradora esa desangelada mezcla de historicismo y pomposidad, al estilo de mi fatídico vecino.
Los papeles confidenciales de la Casa Blanca también se apilan en el escenario de lo que fue un salón de baile, y pienso en el estado de vida provisional de un Trump cada vez más acorralado por la justicia. Las estancias de su casoplón, que han acabado convertidas en almacén clandestino, constatan el desmoronamiento de su habitante. La información sobre armas nucleares o Guantámano apilada junto a un perchero con sus trajes en funda de plástico derrama una fealdad desmoralizadora.
En las estancias de Mar-a-Lago repletas de papeles se ve el desmoronamiento de su habitante
A los auténticos estetas, los trumps de nuestro mundo, así como los ricachones de barrio, les producen pena además de repelús. Releo un libro que publicaron Quintero y Gala, Trece noches (Planeta), donde el Loco le pregunta al escritor qué siente por los grandes nombres, por los mitos. Responde: “Siento compasión. Yo estoy convencido de que las estrellas están extraordinariamente solas. Sé que cuando se retira el brillo del foco, se quedan sin luz, absolutamente mates, y tienen que seguir respetando y viviendo de aquello que precisamente desprecian, que es la opinión de los demás”. Gala también afirmaba que querer ser el mejor significa luchar en un ring, hasta que alguien te derribe. “Terrible cosa”, concluye.
Pronto empezará la campaña electoral, y los líderes de todos los partidos querrán que creamos que son los mejores: que tienen la casa más grande, con su salón de baile y lavabos para todos. Pero lo único que nos debería importar es lo que allí esconden.
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