No solo las series de televisión han matado al sexo. Desde hace cuatro décadas, la práctica de relaciones sexuales mengua en Occidente, cuyos habitantes, tan productivos como exhaustos, le han buscado placenteros sucedáneos. La relación más íntima suele ser con el móvil; tanto es así que cuando creemos haberlo perdido nos sentimos verdaderamente desamparados. La virtualidad colma expectativas en detrimento del contacto físico, hasta el extremo de extenderse (sobre todo entre los jóvenes) la pereza de interactuar más acá de la pantalla.
“Solo tengo tres horas para devolver llamadas pendientes: a las 8, a las 14 y a las 21”, me confesaba hace unos días un directivo del sector del automóvil, y yo me permití imaginar su intimidad: “Estoy reventado”, le diría a su mujer al llegar a casa desposeído de deseo, pero en cambio, a gusto por haber cumplido con el ideal de vida que se ha forjado.
Como él, gran parte de los profesionales multitasking han suprimido los planes improvisados. Cada vez resulta más difícil quedar con los amigos, porque la noción de ocio ha variado; y a la mínima agarramos con avaricia las sobras de tiempo que quedan para desmayarnos a nuestras anchas.
En la cultura de la transición hubo una avidez descomunal por descubrir los sabores del cuerpo. Aquella España pacata que demandaba programas de televisión sobre sexualidad se entregaba a Eros para superar la larga resaca de la represión. Enseguida espabiló el mercado, desde los sex shops hasta los clubs de swingers, y florecieron los paraísos sexuales.
¿Disponemos de tiempo para alimentar el deseo si apenas podemos quedar con los amigos?
El voyeurismo acabó triunfando. Cuerpos frescos, tangas y prótesis en las nalgas, el twerking y numeritos medio porno ocuparon la escena visual. Las películas de parejas francesas que discutían después del primer polvo qué tipo de relación les aguardaba, quedaron tan anticuadas como los desnudos en las revistas. Tinder, fast sex aparentemente divertido y drogas químicas para follar durante tres días seguidos. Sexo de usar y tirar. Nada importante. Pero la banalización del sexo no le desprendió la violencia, que ha pervivido culturalmente bajo la coartada del amour fou .
El progreso no ha logrado retener la hemorragia, por lo que en esas ciudades prósperas, donde las parejas espacian sus noches calientes y los jóvenes prefieren engancharse a una serie, se denuncia una violación cada tres horas. Aquella fórmula de “tener sexo con un desconocido”, que antaño se publicitara como excitante, hoy causa auténtico pavor. Los expertos afirman que el feminismo también ha impactado en nuestra actividad sexual, al concienciar acerca de lo que es una relación consentida, libre y recíproca.
En Retén el beso (Anagrama), Massimo Recalcati reflexiona sobre el sentido del amor, que puede ser duradero si declina hacia la ternura. Mientras que la pasión sexual fluctúa y termina por agotarse. Recalcati recurre a una cita de Sartre: “La alegría del amor consiste en ser esperado”. Pero, ¿disponemos del tiempo necesario para alimentar el deseo si no encontramos ni un momento para llamar a los amigos?
Las rutinas, un verdadero nido de telarañas, espesan la atracción. Y, mientras la inteligencia artificial sigue tratando de cuadrar el círculo, la gran mayoría de parejas advierte que se quieren más –y mejor– cuando salen de viaje, pues en la soledad del hotel encuentran el tiempo para poder reelaborar el ideal de su amor y hacerle un espacio al deseo. No, el teléfono no ha desbancado todavía los besos de reencuentro.
Comentarios