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Réquiem por las cuatro estaciones

Las cuatro estaciones se han desprendido del orden fijado por la humanidad. Definitivamente nos han abandonado, pienso al doblar los jerséis gruesos que este año tampoco he necesitado. Voy guardando los abrigos en silencio y palpo esa clase de pena pequeña que nos conecta con la infancia. Otro invierno sin demasiado frío, una primavera desprovista de gabardinas y paraguas. 

La narración estética del paisaje se ha interrumpido y siento como propia la orfandad de esas prendas que han salido y entrado de una bolsa sin ver el cielo. Su función se ha anulado; han dejado de participar en nuestro escenario, y no hemos podido contar con ellas a pesar de su corte impecable. No hemos paseado su belleza.

Buscamos velas que huelan a campo después de llover y recurrimos a los clásicos, a Vivaldi, o al pintor Cy Twombly para recordar las cuatro estaciones y percibir el contraste entre el frío, la humedad, el calor o la brisa, sensaciones cada vez más borradas de sutileza a causa de la catástrofe climática. En el cuadro de Twombly dedicado al invierno, las palabras –presentes en las otras esta­ciones– se evaporan bajo una niebla blanca y el escaso amarillo colgado de un verde oscuro nos hace temblar de un frío mortal. 

El artista nacido en Virginia lo firmó a final del siglo XX, pero su atmósfera parece ancestral, tan irreal como la composición artística de su antecesor en el barroco, Nicolas Poussin. Este quiso reflejar el prodigioso poder de la naturaleza: “Benigna en primavera, rica en verano, sombría fecunda en otoño y cruel en invierno”. 

Jóvenes activistas no pierden la esperanza de que los adultos dejemos de robarles primaveras

Bajo el encargo del duque de Richelieu, concibió la obra a modo de reflexión filosófica sobre el orden natural a través de escenas del Antiguo Testamento. Al igual que Twombly, la pintó en Roma, y en sus biografías se anota que estaba aquejado de un temblor de manos. Ambos artistas se enfrentaron al colosal reto de definir los ciclos de la vida, y a buen seguro que nunca imaginaron que esa cosmología se agotaría.

El paisaje cambiante empezó a ser amenazado de muerte en los años ochenta. Lo explica muy bien Bruno Latour en Habitar la Tierra ( Arcadia): lo relacionado con el clima había dejado de ser una ciencia deductiva, como afirmaban los viejos filósofos, todo lo contrario, se convirtió en una ciencia “hecha de física, química, de numerosos modelos y algoritmos, y a la vez dependen de boyas en el océano, satélites, muestras geológicas”.

Con toda esa información, se anunció que el incremento imparable del CO2 aumentaría la temperatura del planeta. Y a pesar de sus datos contrastados, nadie quiso creerlo y mucho menos la ambición del gran mundo. Los expertos en medio ambiente se quedaron patidifusos mientras se extendía un credo de exageración, incluso de fake news entre políticos y estadistas. 

Surgieron voces de niños, acaso reivindicar en la edad de la inocencia podía ser más convincente. Greta Thunberg acabó siendo odiada por su vehemencia, ¡cuánto molestaban sus trayectos en trenes de largo recorrido por Europa, en una época en que la velocidad es la consigna! 

Francisco Vera, un chico colombiano de trece años, ocupa estos días los platós de televisión a propósito de la desertización de Doñana. Afirma que tomó conciencia de la crisis climática cuando ardió la Amazonia, y nos invita a que todos seamos activistas por el clima. 

Son jóvenes que no pierden la esperanza de que los adultos dejemos de robarles primaveras e inviernos; no quieren ser expropiados de las cuatro estaciones.

Artículo publicado en La Vanguardia el 2 de mayo de 2023

Publicado en Artículos La Vanguardia

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