Tenemos mala reputación, incluso en la consulta del dentista. “¡Oh, bocas de mala vida!”, exclama el odontólogo con su faro en la frente mientras hurga entre muelas desgastadas de tanto apretar para que salga la palabra precisa. Recordé aquel popular adagio que ruega: “No le digas a mi madre que soy periodista, ella cree que soy pianista en un burdel”. Porque, si la fama de los políticos es mala, la de los periodistas es demoledora. Y revalida aquella idea de que siempre es mejor hacer las noticias que escribirlas o leerlas.
Entre la ciudadanía, la profesión espanta tanto como entretiene. “Manipulación”, “masaje”, “vómito”… Así acusa la plaza caliente al ser soliviantada por un periodista que parece actuar de mensajero del poder. O eso creen.
Es cierto que algunas plumas prefieren el púlpito al pálpito de aportar una mirada fuera del tópico, y utilizan su altavoz para incendiar con su sermón. Son los nostálgicos, que siguen despreciando la influencia de Twitter y se apoltronan en su columna griega, con su basa, su fuste y su capitel.
El glamur se evaporó hace años, además del prestigio y los medios. Vivimos tiempos precarios, aunque la información sea uno de los principales entretenimientos globales.
En la cadena de paradojas las entrevistas ya suelen hacerse por Zoom: se ahorra, sí, pero no se puede oler al personaje. En cambio, se multiplican las ventanas de opinadores que olfatean el mundo y sus alrededores como si echaran el tarot.
Si la fama de los políticos es mala, la de los periodistas es demoledora
Tal vez por todo ello, sorprendió que Yolanda Díaz le confesara a Jordi Évole que en una hipotética III República le gustaría tener de presidente a Iñaki Gabilondo –habría mostrado mayor sororidad nombrando a Julia Otero–. Un periodista, sí, significado ideológicamente pero con una trayectoria profesional intachable. Riguroso, sensato, instructivo al tiempo que ameno, y buen conocedor de la condición humana. Muchos se llevaron las manos a la cabeza y se hicieron más monárquicos. Pero lo interesante del ejemplo de Díaz es que, eligiendo una figura de una profesión tan golpeada, ponía encima de la mesa el espíritu de mediación y el compromiso con la verdad.
Esta semana participé en un coloquio en la Fundación March, junto a Daniel Gascón, sobre el articulismo español. Lo primero que nos preguntaron fue cuántas veces habíamos sido censurados. “Nunca”, afirmamos ambos, frescos y ufanos, dos ejemplos reales de la libertad de opinión en la bizarra prensa española. Practicantes de esa vieja artesanía, la de hacer artículos entre la política y la poesía que decía Umbral, conversamos sobre la necesaria pluralidad de los medios y el riesgo de sentenciar. Y de cómo hay columnas que, en lugar de iluminar, oscurecen atinadamente.
Practicantes de esa vieja artesanía, la de hacer artículos entre la política y la poesía que decía Umbral
Antes de la charla releí los ingeniosos consejos del maestro Paul Johnson al futuro buen columnista: conocimientos (pero mostrados con discreción, sin apabullar), lecturas en la cabeza, variedad temática sin alejarse de lo cotidiano, instinto para las noticias. Y, aunque muchos artículos sean personales, que nunca pequen de egocéntricos.
A modo de consejo bonus, el audaz y al tiempo muy conservador Johnson, añadía: “La vida es triste para la mayoría de la gente, sin duda también para el columnista. Pero, como en Pagliacci, se trata de no mostrarlo y continuar con el espectáculo”. La cascada de noticias no se detiene, igual que las montañas de basura; envejece rápido y se entierra mal. Pero, sin salir de la realidad, me digo, habrá que apuntar a la belleza que se esconde y aligerar la columna.
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