En Madrid se ha instalado un seseo caribeño a ritmo de bolero antiguo; ese acento moreno que acolcha las consonantes y arrastra una melodiosa cantinela. El laísmo castizo va achicándose, e incluso los bocadillos de calamares saben hoy a cocina de fusión con salsa de langostinos tigre, y cuando coges un Bolt crees que es el propio Armando Manzanero quien te cuenta que esta tarde vio llover y no estabas tú. Ya no somos vosotros sino ustedes en la cola del pan con semillas de lino. Los spas de lujo se multiplican en el barrio de Salamanca, donde abren joyerías, tiendas, hoteles y restaurantes con escenografías del metaverso.
Cuando los amigos vienen un fin de semana a Madrid, dicen “¡pero qué divertido, qué marcha, qué ritmo!”. Adoran que la ciudad no duerma, gimnasios incluidos, y aplauden a Ayuso por ponerle una alfombra roja a la inversión latinoamericana –más de 12.000 millones de euros en los últimos cuatro años según la Consejería de Economía de la Comunidad–, la que ha dado por bueno su eslogan: “Madrid es el nuevo Miami”, pero con la solera de los Austrias.
Los pasaportes españoles cotizan al alza, y ¿quién no tiene un bisabuelo gallego o canario? Venezolanos, mexicanos, colombianos y peruanos, cuyos éxodos están también condicionados por las turbulencias políticas y la violencia generalizada en sus países, celebran el cielo de Madrid. Una oleada de inmigrantes ricos que implica el crecimiento de la brecha de la desigualdad.
Basta atravesar los confines de la M-30 para toparse con la otra ciudad, la que se disuelve, descarnada y gris. Allí no suena el bolero perfumado, ni se ven jóvenes fumando habanos o señoras cubiertas del oro que no pueden lucir en sus ciudades de nacimiento. De la Cañada Real a Entrevías, ahí está el Madrid escondido, que aprieta los dientes para mantenerse en pie. El Madrid zombi que un día puede salir en estampida, tan lejos del nuevo Miami.
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