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La viciosa fealdad

No sé si recuerdan aquella autodefinición de Dominique Strauss-Kahn cuando, tratando de excusarse en el caso Carlton, dijo con orgullo e impudicia: “Soy un libertino”. Era su forma de reivindicar una vida disipada entre orgías, drogas y champán frente al puritanismo que lo juzgaba. Curiosamente, hoy solo se puede ser libertino si se tiene poder, dinero propio y una intimidad inviolable, de lo contrario se es un pringado.

Ante las imágenes del caso Mediador, todos hemos vuelto a sentir aquella incómoda cutrez del jacuzzi de Roldán. Nuestra cultura aguerrida, a pesar de todos los avances, parece incapaz de derribar la cutre épica de estos hombres en calzoncillos que esnifan rayas de cocaína encima de una mesa de conglomerado, impacientes ante la llegada de una prostituta que tendrá que soportar su barriga sudada con delirios de grandeza.

Eternizan un modus operandi de clientelismo y trato de favor, cuyas estructuras corruptas perviven en nuestra democracia. Y por mucho que sea visibilizado, con escarnio y paseíllo por los juzgados cada tanto, debe de resultar irresistible: trapicheos, fiestas y comisiones que les hacen sentir todopoderosos gerifaltes de provincias, incapaces de finiquitar una eterna adolescencia. Porque los libertinos que utilizan un cargo público para gozar y forrarse no solo son utilitaristas, como aseguran algunos filósofos acerca de quienes tratan a sus pasiones como desbocados cómplices en lugar de contenerlas, sino cínicos desvergonzados.

Los diputados socialistas que han copado las redes con sus cuerpos onerosos –pero a la vez derrotados– certifican que la decadencia es un verdadero estatus, un paso previo a la psicosis. Convocan a la fealdad aunque quieran darse un banquete exclusivo, porque su idea de la diversión es defectuosa. Una estética horrenda como consecuencia de una ética extraviada.

Artículo publicado en La Vanguardia el 6 de marzo de 2023

Publicado en Artículos La Vanguardia

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