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El cortisol y los objetos perdidos

El taxi me deja frente al hospital donde por la tarde operarán a un familiar. La mañana trae brisa pero apenas me he permitido sentir el bamboleo del sol de invierno al salir del aeropuerto: voy hablando por teléfono. Recibo instrucciones y palpo la intemperie de tantos asuntos por resolver. Tanto es así, que el taxista se despide con mi equipaje y mi ordenador en su maletero.

Iba concentrado durante la carrera, acaso ascendiendo mentalmente por su maraña de asuntos pendientes, mientras yo me abstraía en mi falsa urgencia. Ambos nos hemos separado de la realidad física activando el piloto automático. Pienso en las subidas de cortisol a las que apela en sus teds triunfantes Miriam Rojas Estapé y, sumergida en la hormona del estrés, estrujo el tiquet y marco el número de Objectos Perdidos.

Los operadores parecen en cambio sumergidos en oxitocina, y lejos de dejar escapar un suspiro desganado se ponen en mi piel. La recuperación de un objeto perdido consiste en un triunfo de la proximidad de los otros.

Cuarenta horas después, una cadena de nuevos sucesos ha enterrado aquel lapsus de desesperación, que ya es pasado. En el avión de regreso a Madrid, se ablanda mi instinto de alerta. El paisaje de nubes invita a adormecerse; es el fuego de chimenea de nuestros tiempos nómadas. Al despertar, una serie de pasos automáticos me llevan a casa.

Hasta que vuelve a subir el cortisol: ¡he olvidado de nuevo el portátil! Telefoneo al conductor a través de la app y veinte veces me cancela la llamada. Reclamo a la compañía, pero del otro lado me contesta un robot que dice “comprender” mi malestar aunque se lava las manos. La suya no es una empatía humana, como las personas de objetos perdidos. ¿Y si lo dejé en el avión? ¿o en el finger? Reproduzco todos los gestos que la memoria me devuelve ante mi apelación angustiada.

Me recomiendan que acuda a la sala 10 de la T4, su oficina de objetos perdidos. Tras recorrer cinco kilómetros –según mi contador de pasos– por la terminal compruebo que no está allí. “Ponga una denuncia”. Es domingo por la tarde, también en la comisaría. La amabilidad actúa como un valor añadido para aliviar el aturdimiento. 

Activan el Gran Hermano de la T4 que controla las siete mil cámaras que nos miran. “¿A qué hora saliste, cómo ibas vestida, dónde cogiste el coche?”. Al cabo de diez minutos, Elena, policía nacional, me dice: “¡Te veo! Te enrollas un fulard de color crema al cuello, te diriges al parking y colocas el ordenador en el asiento del coche… Lo tiene él. Lo tenemos!”

La comisaría de Barajas asiste al 80% de personas que piden asilo en nuestro país. También detectan la entrada de drogas. Cuenta con agentes que advierten el microgesto del delito, la maleta demasiado nueva, los zapatos todavía con la etiqueta en la suela. Allí fue donde asistieron a una periodista atribulada, huérfana de su teclado, un caso calamitoso que atendieron con cercanía.

Mi doble fortuna resultó una demostración de aquella idea del pensador Josep María Esquirol con la que ilustra su filosofía de la proximidad: “la piel y el corazón son los mayores símbolos que reflejan la hondura de la experiencia humana”. Guardé el ordenador pensando en cómo tropezamos con el presente, al tiempo que nos sobreexplotamos atendiendo a cientos de exigencias fatuas que nos conducen a perder la cabeza. O a pasar una tarde de domingo en la comisaría.

Artículo publicado en La Vanguardia el 7 de febrero de 2023

Publicado en Artículos La Vanguardia

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