En Berlín, los muertos que nadie reclama representan ya un 7% de los fallecidos al año. Nadie cierra su círculo: no tendrán entierro, ni funeral, ni duelo. Las motas de su pasado han desaparecido de cualquier memoria. Corporeizan en nuestro primer mundo la fosa de la desigualdad. Se les arrebata el anuncio de la noticia más importante para un ser humano, la de su muerte. Anónima. El ocaso de su existencia tan solo alimenta el porcentaje del desamparo contemporáneo. Son los rostros invisibles de quienes habitan una soledad oscura en la que la palabra amor no es más que un eco antiguo.
Cuesta imaginar su desdicha, y ni tan siquiera. Tal vez sea anestesia. Una conformidad obligada porque todos los techos se derrumbaron, empezando por el familiar. Porque esa institución que ha cohesionado el tejido social, la que debería ser el núcleo duro de las políticas sociales de urgencia, parece cada vez más arrugada. El Times anuncia una huelga global de natalidad, de China –que por primera vez se asusta de sus políticas de cuota– hasta algunas ciudades Estados Unidos, donde tener un hijo es más costoso que comprarse un Maserati. En Corea del Sur las mujeres han puesto de moda los cuatro ‘no’: no a las citas, no al sexo, no al matrimonio y no a la crianza.
A mi alrededor, las mujeres que han regresado a su época de Erasmus –veinte años después– se sienten en plenitud. “No sabéis la tranquilidad que me da cerrar la puerta de casa y pensar que dentro no se queda ningún ser vivo que precise de mis cuidados”, nos decía el otro día una amiga.
El concepto familia modifica su significado y pierde ascendente, mientras sigue aumentando la demanda de dosis individuales. Mucho me temo que las bellas escenas de tíos, primas y abuelos que nos deleitan en las películas pronto pertenecerán al mundo de ayer, cuando no le temíamos a los lazos de sangre.
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