Ya no viven bajo los puentes del Sena ni gastan luengas barbas y tabardos como capas. Tampoco tienen a una Édith Piaf que les cante, ni exhalan aquella libertad misántropa. Se los llamó clochards porque, en el siglo XIX, se reunían en los aledaños del mercado de Les Halles y aguardaban impacientemente a que sonara la campana –la cloche – que anunciaba el cierre, a fin de entrar a recoger las sobras de frutas maduras. Pero, en la Francia de Macron, los sintecho han mudado de piel, sin ápice de romanticismo. Alejados de la literatura, hoy son hileras de desdichados migrantes quienes duermen en los soportales del barrio de la Madeleine, a dos pasos de las joyerías napoleónicas de la Place Vendôme.
Al anochecer preparan sus catres con cartones y mantas, para lo que es esencial guardar sus tres metros de pavimento durante el día. En el Boulevard des Capucines veo yacer a varias familias al completo. Una mujer custodia con fiereza una maleta, un par de colchones de espuma y sobre todo el soportal toda la jornada. No pide, aunque tiene un vaso vacío dispuesto a recoger cualquier migaja de compasión. Con la oscuridad regresan el hombre y el chaval, que tendrá unos trece años y es el que se acuesta más tarde, como en muchas casas, enganchado al teléfono aunque con guantes y gorro.
En la Francia de Macron, los sintecho han mudado de piel
“Aquí está la mano negra de Mélenchon y la extrema izquierda”, me dice el maître de un bistró, que añade: “Los ponen al lado de escaparates lujosos para perjudicar el turismo”. Para otros, es Marine Le Pen quien exhibe a refugiados de guerras y hambrunas para darse la razón. La xenofobia se masca en el aire. Los parisinos no quieren a tantos pobres exiliados en las aceras, pero han acostumbrado sus miradas. ¿O no ha habido siempre clochards? “¿Y no le parece una grave anomalía que un niño duerma en la calle?”, le pregunto a un empresario. Respuesta: “Si fueran franceses, los acogería en mi casa”.
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