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Un hombre

“¿Y qué hacemos si falla el sonido?”, le preguntó de madrugada, hará apenas dos meses, Jesús Quintero a su hija, la nuestra, Lola. Su voz emergía desde las naves del sueño, donde parecía estar a punto de entrar en un directo. Lola le respondió con lógica: “No te preocupes, ya he contactado con unos técnicos de Martin Scorsese. Estáte tranquilo”. Quintero respondió: “¡Qué arte!”, y se durmió de nuevo, aliviado, a punto ya de empezar la entrevista.

Fue caluroso su último verano. Las marismas reventaban de plata, y él se agarraba a los poemas de Juan Ramón como a un rosario. “La luz con el tiempo dentro” se convirtió en su misterio. Entonces, el Loco de la Colina se echó encima una capa de silencio puro que vestiría hasta que su último aliento se deslizara suave con el sol de la tarde estampado en el ventanal de la residencia de Ubrique. Fueron sus días azules y su sol de la infancia. “Mi infancia son recuerdos de un pueblo de Huelva”. Hace un año me enseñó La Victoria, la confitería de Moguer a donde iba andando desde San Juan del Puerto para comprarle dulces a su madre. 

Y para explicarme la gracia andaluza ponía el ejemplo del puente que construyeron en su pueblo: al inaugurarlo, el tren no pasaba por el arco, y todos coreaban a carcajadas: “¡Qué aje!”. Dos días antes de morir, su mujer, María, lo llevó al campo, y allí sí que habló, bien corto: “¡Qué maravilla!”. También le pidió a Andrea, su hija mayor, con la mano en el corazón, que fuera a San Juan del Puerto, al centro cultural que lleva su nombre, para custodiar su archivo. Porque a pesar de todo lo que se dice, murió rico. Cuatro mil entrevistas que indagan en la condición humana, sin navaja ni trampas, con esa ansia de encontrar oro en el pozo.

Fueron a despedirse de él los desheredados de cuna, aquellos personajes que para él eran verdad. Y los flamencos, y los poetas. Los toreros y las hermandades. Los locos. Encuentro una vieja cuartilla con su letra: “He venido a deciros que me voy. La colina no es una porción de mí mismo, soy yo mismo. Es mi alma. No voy a conquistar nada, voy a recoger y acoger lo que hay en mí, y un día os lo devolveré”.

Los vecinos siguieron el cortejo fúnebre sencillo, escueto, de pueblo. A las televisiones hace años que dejó de interesarles ese hombre a quien amé, el que me enseñó a crear corrientes de aire y azahar, a seguir el compás a golpe de paladar, a creer en la independencia insobornable de nuestro oficio. Los rizos indómitos. La voz nocturna. Hoy lo hemos enterrado con claveles rojos.

Artículo publicado en La Vanguardia el 7 de octubre de 2022

Publicado en Artículos La Vanguardia

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