La regla ha llegado al Parlamento, convertida por fin en sujeto político. Pocos temas son tan universales y desconocidos como el ciclo menstrual, tanto que la ciencia aún no puede certificar qué se considera “una regla normal”. Media parte de la población ha convivido con ella más de treinta años. Como un asunto íntimo, igual que las compresas que te harán volar; un asunto antiguamente impuro, a medio camino entre el tabú y la vergüenza. En los 80, los padres apenas podían hablar con nosotras de ello, expulsados de una especie de complot de mujeres, escabroso e inquebrantable.
Hará más de una década escribía sobre la encuesta de una marca de tampones según la cual uno de cada seis hombres creía que la menstruación les llegaba a todas las mujeres en edad fértil el día 28 de cada mes. Y ahora, la perplejidad que ha provocado la propuesta de baja laboral por menstruación incapacitante demuestra que la regla sigue siendo un bumerán. Mejor no mentar la bicha. Que no nos estigmaticen. Que nadie sepa que estamos manchando compresas durante un intenso viaje profesional. Vístela de eufemismos, aunque la endometriosis te retuerza de dolor y tomes voltarens en la oficina. Va en el sueldo. Y cuando dejas de tenerla, mejor cállatelo también.
Nadia Calviño, que se mostró en contra de la medida impulsada por Irene Montero, otra vez pionera, pertenece a una generación de mujeres que hemos aguantado el dolor de ovarios sin que se nos cayera el lápiz. No como un orgullo de vikingas, sino para evitar autoexcluirnos de la rueda de un capitalismo acelerado. Y esto nada tiene que ver con la dignidad profesional. Al abrirse el debate, ha regresado aquel rancio: ¿no queríais ser iguales? No, celebramos la diferencia –tanto como la igualdad real–, pero reivindicamos un espacio que demasiado tiempo ha sido una hoja en blanco en que no podía escribirse, por ejemplo, la palabra regla.
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