Di la noticia a los míos: tengo el virus, y algunos pensaron: ¡por fin! No estaba del todo bien que formara parte del pequeño porcentaje de los nunca contagiados, ni que abrigara esa fantasía de inmunidad de la que chuleaba para mis adentros, virgen de corona, al margen de tantos compatriotas golpeados por él con mayor o menor saña.
Se había levantado la veda, como si el cambio de normativa significara la promesa de salud universal. Por tanto, me dediqué a disfrutar jovialmente la Diada de Sant Jordi, ya saben: un libro, un beso y una flor. Vernos las caras y requetetocarnos para enmendar la carencia de cariño social en uno de los primeros encuentros tumultuosos, porque la multitud es sinónimo de éxito. Hasta que las primeras bajas posmascarilla a mi alrededor me obligaron a hacer espeleología nasal. Marqué las dos rayitas del test de antígenos, que me evocó aquellos temblorosos predictor, y pensé en lo dichoso y a la vez fatal que puede ser el color rosa cuando mancha la blancura del secante y te embaraza de virus. Es como una gripe, dicen ahora. Pero el virus empezó a taladrar mi cabeza, colonizando el cráneo y logrando acaparar toda mi atención para acertar a definir esa pesadez que duerme contigo y, al despertar, sigue allí, insistiendo en su bruma inapetente.
Entre sus muchos aguijones pude sentir la infecciosa mordiente, y hasta imaginarla, integrada por una brigada de agujeros mórbidos que tomaban mis células al asalto y me envenenaban con la misma humillación que a un murciélago. Hasta que di con mi verdadero mal, la tripofobia, definida como la aversión a las superficies con pequeñas cavidades aglomeradas. Anoten el malestar. Ha crecido con la pandemia hasta el extremo de convertirse en una de las principales fobias de los europeos –por delante de la claustrofobia o la agorafobia– y nada tiene que ver con los ácidos que se consumían en los años 70 y 80. No, aquellos tripis de colores que tan escandalosamente taladraban el cerebro con sus efectos psicodélicos solo comparten el nombre con esta rareza. La tripofobia es un miedo del siglo XXI, potenciado por la difusión en internet de imágenes científicas que muestran pequeños puntos de abismo. Y puede llegar a producir ansiedad y taquicardia. Un agujero es una fuga, pero una multitud evidencia una avería irreparable. Igual que los pinchazos al Estado. De ahí el picor existencial de una sociedad vulnerable que siente pavor ante los huecos en una metáfora que perfora la idea del bienestar. Y de poco sirven los zurcidos.
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