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Fuego y amor

Los amores son combustibles. Arden en su primera ternura, cuando el fuego es un juego irrefrenable. La pasión hace derrapar al corazón, capaz de volcar y cegarse porque desea fundirse con el rostro que le ha puesto a su felicidad: el del ser amado.

Todo en la vida parece estar al alcance de la mano cuando se está enamorado. Pero el día en que el amor se convierte en costumbre puede llegar a adquirir la fuerza de un malentendido. Entonces las quemaduras duelen. No cicatrizan. Y consumen a sus conquistadores, convertidos en víctimas atormentadas. “¿Qué es hacer el amor tantas veces y dentro mismo del amor hacer tantas veces una esquina?”, escribe Esmeralda Berbel en Lo prohibido, un relato que capta la intensidad destructiva de un amor total, y ahonda en la voluntad esquiva, también perpleja, que hace falta para saber irse.

Recuerdo aquella frase de Duras en El amante: “Los besos en el cuerpo hacen llorar”. Cuando el amor parece inservible y una vez desvanecido el misterio afloran las miserias, los amantes se convierten en enemigos. En algunos casos, son incapaces de transformar la energía amorosa que sintieron en el respeto que deberían guardarse los examantes.

Casi cada semana se anota un asesinato por parte de hombres que revientan la ley de la vida. Su ira pertenece al género del vacío. Acaban con todo, como esta semana en Lloret de Mar, donde un ciudadano ruso asesinó –presuntamente, ya saben– a su mujer y su hija adolescente antes de colgarse en una barandilla del jardín de la casa en que vivían.

Cuesta pensar que hubo un tiempo en que compartieron risas y estrellas, desayunos. Pero el verdadero problema radica en llamar amor a la posesión, la que termina en un fuego calcinador sin nada que ver con la hoguera reconfortante de los que han aprendido a vivir como dos soledades que, a la manera de Rilke, se protegen, se limitan, se hacen felices.

Artículo publicado en La Vanguardia el 25 de abril de 2022.

Publicado en La Vanguardia

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