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La guerra, desde mi cama

Loren Gu. Unsplash

Es hora de levantarse. Pero la cama, cuando afuera llueve, se convierte en un territorio celestial, en una religión en sí misma. Juntas las plantas de los pies, y te sobrecoge tu propia caricia mientras el aguacero golpea el cristal, cada vez más salvaje. Esperarás a que amaine, y en lugar de desperezarte te arrullarás de nuevo porque el día puede aguardar a ser estrenado. En realidad, el día está metido contigo en la cama, sin pereza ni melancolía, sino buscando un refugio donde posponer todo lo que ya se anticipa.

Desde hace veinte días, somos espectadores del horror. La guerra en Europa significa también el encuentro con aquello que pensamos que había desaparecido: las batallas antiguas, indiscriminadas, gratuitas. Oyes caer la lluvia, ahora más lenta, y celebras que la casa permanezca aún dormida porque la luz gris ha ensombrecido sus colores. Dentro de la cama estás a salvo, aunque podrías afinar el oído, avanzar miles de kilómetros, y oír el lejano murmullo de las primeras sirenas del día de Kyiv, seguidas de los gritos de espanto, del llanto de los niños y del silencio de los viejos.

Piensas en los ucranianos y ucranianas que has conocido a lo largo de tu vida, y en esa manera melosa y medio lánguida que tienen de terminar las frases. Su tono agudo­, sus ojos azules, su palidez. Sus gober­nantes ahora nos parecen actores militarizados por la fuerza aunque en el entrecejo todavía conserven la marca de los hombres soñadores que fueron.

Desde mi cama el mundo parece agotado, pero Amazon sigue llamando a la puerta. En una ocasión compré una cesta de mimbre, dura, con asa, similar a las de llevar huevos, y me hizo una ilusión tremenda que no llegara desde China, sino con un made in Ukraine. ¿Qué será de aquellos cesteros? Tal vez malduerman en el metro, o formen parte del millón de refugiados con hijos, que esta vez serán rubios, hablarán idiomas, tocarán el piano y darán fe de una Europa disuelta ya no como del azucarillo en la taza de café con la que la comparaba George Steiner, sino en un auténtico mar de sangre.

El cuerpo empieza a reivindicar su posición vertical y pienso que es hora de colaborar con Acnur y Save the Children, de llevar medicinas a la farmacia para Mariúpol y Odesa. No puedo seguir simulando que duermo. Es lo que parece ocurrir en la calle, en las ciudades, en esta España solidaria que –a diferencia de Italia o Francia– no protesta contra la guerra, como si la diera por perdida.

Hoy no saldrá el sol, en solidaridad con Ucrania. Pero no basta: hay que levantarse.

Artículo publicado en La Vanguardia el 17 de marzo de 2022.

Publicado en La Vanguardia

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