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Felipe y el Sr. González

Pool Moncloa/José María Cuadrado

Me sumerjo en la correspondencia de Felipe González de su archivo abierto al público –una magnífica labor de su fundación–, y anoto las expresiones de duda en sus cartas: “no tengo ni idea”, o “sin ser un experto…”. La razón absoluta quedaba fuera del ejercicio de un gobernante tan carismático como ambicioso, radicalmente socialdemócrata, que nunca fue un revolucionario pero consiguió que España entrara en la modernidad y dejara de ser un punto entre exótico y provinciano en el mapa de Europa. Me detengo en su correspondencia cruzada con Fidel Castro. Hay cartas echadas en el 93, justo cuando aterrizaba clandestinamente en Barcelona una diáspora de intelectuales cubanos huidos del terror de un estado paranoico y criminal. Felipe trataba con gran familiaridad a Castro, aun consciente de los cortocircuitos de la “revolución”. Y le escribe un soliloquio al dictador alertándole de que su entorno no le dice lo que piensa de verdad. Remata su pedagogía con el ejemplo de un Churchill que ganó la guerra pero, por no saber escuchar, perdió las elecciones. La carta nunca fue enviada.

Repaso las patillas de Felipe, son islas en sí mismas, siempre tupidas, ahora níveas, propias del seductor poderoso que aún ejerce de oráculo, o –al decir de los zetas– de un señor instalado en el siglo XX. Hace tiempo que cambió la pana por el cashmere. Y poco queda de los ecos rumberos de aquellas partidas de billar con Marie Brizard en la Bodeguilla –donde se fraguaron tantas ideas de progreso como seriales de corrupción– más allá de la querencia por los consejos de administración. El Sr. González dejó atrás a Felipe, convertido en mito, y, trascendiendo por completo la cosificación del jarrón chino, hoy aconseja, critica, riñe o acojona: “no voy a consentir que nadie me mande callar”, le respondió a Adriana Lastra cuando le recordó que era el turno de otra generación.

Con su lengua afilada y su enorme olfato político, encarna aquel viejo adagio: radical a los 20, progre a los 40, liberal a los 60 y muy conservador a sus flamantes 80. González ha escenificado con maestría su desprecio hacia los líderes del partido, a quienes ha acusado de caudillismo antes de lamentar haberse quedado huérfano de representación. Pero, ¿quiso alguna vez tener sucesores? Recordemos a Borrell, o la crueldad con la que trató a Zapatero, y su menosprecio a Sánchez, una secuencia que resume el talante de un hombre que ha querido taponar los nuevos liderazgos, y que tan solo parece oír el eco de su propia voz. Cuando le pedí una entrevista para mi libro sobre Carme Chacón, su secretario me alertó de que no le gusta participar en libros –aunque acaba de hacerlo en la biografía de Rubalcaba–; “pero, tratándose de Carme…” añadía. Al poco llegaba la negativa: el presidente estaba saturado de peticiones, “más centrado en el futuro que en el pasado”. ¡Cáspita! Pero si el lema de su fundación es “aprender del pasado, aportar al futuro”. Su amor por los bonsáis puede que sea una de sus mejores versiones: árboles que no crecen pero que escuchan. 

Artículo publicado en La Vanguardia el 6 de marzo de 2022.

Publicado en La Vanguardia

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