Cuando los veraneantes llegaban al pueblo, fantaseábamos con ser una de aquellas niñas que lo tenían todo en la ciudad. Yo no podía entender por qué elegían pasar los mejores días del año en nuestro culo del mundo sin playa ni río. Algunas se extrañaban de que no llevásemos alpargatas: ellas no se las quitaban porque creían, ante nuestro estupor, que era el calzado habitual en el mundo rural. En invierno recibíamos alguna carta de la capital, y sus vidas parecían tan grises como las de nuestra tierra de costumbres sencillas, por mucho que nos imaginaran como Pippi Calzaslargas.
En nuestro pueblo de secano los payeses solo tenían un sueño: agua. Nunca llegó. Por eso, los primeros temporeros fueron ellos mismos, junto a los últimos hippies. A mis diecisiete, durante un mes de agosto, decidí trabajar en la recogida de la fruta en Aitona, donde vivía mi amiga Mercè. Lo que quería, en verdad, era disfrutar de aquella tropa de chicos y chicas de largas melenas que, entre Eivissa y Goa, recalaban en el Segrià para pagarse el pasaje a India. Tan grande era el imán de la curiosidad que cualquier sacrificio resultaba pequeño.
Aquel era un trabajo mecánico en un ardiente cobertizo que emanaba un penetrante olor a fruta. La pelusa de los melocotones se metía bajo las uñas. Una tarde me mareé. “Es el café con leche –me dijo un hippy vasco–, una bomba para el cuerpo”, y, solícito, me preparó una manzanilla, e incluso, al terminar, nos tocó la guitarra. Aquello era lo que había ido a buscar, más allá de las pilas de cajas de melocotones.
Hoy, algunas mujeres urbanitas saben más de la vida de campo que nosotras, que enseguida fagocitamos los grumos de pasta de aceite. Como Carla Simón, que ha encontrado oro entre los hierbajos en esa película que ansiamos ver, Alcarràs, en la que relata la vida en las tierras de frutales cada vez más codiciadas por los fondos buitre.
Hace tiempo interioricé la idea de que la tierra se pierde. Los postores solían representar un alivio para esa vida precaria, pero la actual reconquista del campo obliga a vender paraguayos por debajo del precio de coste, en un mundo que –¡oh, ironía!– exalta lo bio mientras atestigua el declive de la agricultura y ganadería, que ya solo pueden salir adelante con el modelo cooperativo. Quienes vieron de pequeños contener las lágrimas del padre tras una tormenta de granizo decidieron que no, que la tierra no tira. Quelas manos no merecen más grietas, ni barro. Porque el desamparo del campo mudo, en plena helada, no tiene bardos.
Artículo publicado en La Vanguardia el 24 de febrero de 2022.
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