El interior de un partido político se parece a un cesto de ropa sucia que se resiste al jabón igual que esos preadolescentes que se lavan por partes porque la ducha completa les aburre. Existe una doble moral entre lo que se cuece dentro de sus mamparas de metacrilato y lo que se exporta, acicalado por la materia gris de los asesores. A sus núcleos duros se les llama aparatos –que, a pesar de sus connotaciones soviéticas, han comprado todas las ideologías– porque pretenden reproducir el funcionamiento de una máquina cuyo engranaje encarna la lógica del poder. Y convertir los intereses de todos en los de unos pocos. Acostumbrados a las luchas fratricidas o a la violencia política sobre todo contra las mujeres que progresan adecuadamente dentro de las estructuras orgánicas, no debería sorprendernos el testimonio de Cayetana Álvarez de Toledo volcado en el libro de la semana: Políticamente indeseable, donde critica esas prácticas marañeras y acusa a los de Génova de tener una concepción completamente autoritaria, despótica e irracional del poder. No se trata de un asunto aislado, propio de la derecha, pues un auctoritas apolillado somete a quienes piensan diferente y cuentan con la pegada de las bases. El derecho a discrepar es anatema porque la vida de partido se resume en acciones espurias como tragar sapos, hacer pasillos o decir sí en público y no en privado.
Cuando el bipartidismo dio paso al tutti frutti, muchos creyeron que las lavanderías de nuevo serían hermosas y nos impregnarían de su olor a plancha de vapor y almidón. Pero las dinámicas que empujan el ejercicio del poder envejecen rápido y mal. Ya lo avanzó Carme Chacón: “El cambio empieza por nosotros”. Porque si la clase política no exfolia de una vez las pieles muertas y se regenera, ejerciendo un pensamiento crítico en lugar de plegarse como soldado que normaliza la falta de democracia interna en el partido, sus colgajos acabarán por sepultarnos.
Artículo publicado en La Vanguardia el 22 de noviembre de 2021.
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