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Comer paisaje

Matt Anderson / Unsplash

La actualidad nos sumerge en un bucle de calamidades que se atragantan antes de vivirlas. Tenemos de todo, pero corremos a comprar más, en­cogidos ante la distopía de un mundo globalizado con cientos de miles de contenedores varados en puertos y aduanas, carentes de sentido una vez asumida la lentitud de las cadenas de suministros. No obstante, nada parece urgente porque la pandemia nos ha zarandeado hasta el extremo de sacar del armario una melancolía aceitosamente negra.

Los desagües del mundo entero se han llenado de cabellos. Bolas de pelo que no han resistido la ansiedad o el dolor. Perder el cabello es una de las formas más bru­tales de perder el control de la realidad. Muy poca atención les hemos dispensado a quienes se van quedando calvos. Ig­noramos su sensación de desnudez cada vez que se pasan la mano por la cabeza y recogen un puñado de filamentos lán­guidos. La alopecia relacionada con la ­covid es un síntoma de estrés postraumático, una de las maneras que nuestro cuerpo tiene de gritar y desahogarse pero también de autodestruirse, convirtiendo melenas de brillo sedoso en superficies rotas, deshilachadas.

En cambio, nada en la naturaleza se ha apagado, ya que el otoño estalla de belleza y discurre entre lluvias mediterráneas y hojas de arce enrojecidas, acorta los días moderadamente frescos y extiende crujientes alfombras en los parques. El sol de mediodía entra a través de los cristales en los interiores con calefacción, y reconozco el optimismo y la seguridad que me infunde ese calor. Eso es el lujo: luz cálida y la línea alta del horizonte tras la ventana. “Ya se sabe, el día de un paisajista es una delicia. Nos levantamos temprano, a las tres de la mañana, antes de que salga el sol; nos sentamos al pie de un árbol, miramos y esperamos. Al principio no vemos mucho. La naturaleza se asemeja a un lienzo blanquecino en el que apenas asoman los perfiles de algunas masas: todo está brumoso, todo tiembla con el fresco aliento del alba”, escribía Camille Corot allá por 1863.

Los artistas nos ayudan a entender la relación con lo que tenemos delante, que a menudo somos incapaces de ver, y también nos recuerdan que la interiorización de la naturaleza cura de la melancolía más tozuda. Nos angustiamos y quejamos, entonamos un réquiem por toda la tristeza acumulada, mientras las hojas verdes se tornan amarillas. Hemos clausurado la mirada hacia aquello que no tiene que ver con nosotros mismos, cuando, en cambio, necesitamos con urgencia comer paisaje.

Artículo publicado en La Vanguardia el 17 de noviembre de 2021.

Publicado en La Vanguardia

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