Aquella niña gitana que se bajó del carro para pedir limosna no llevaba zapatos. Debíamos de tener la misma edad, unos once o doce años, y quizás por ello sus pies callosos representaron para mí la peor de las humillaciones que podía imaginar, aparte del no ir al colegio. Espoleada por la urgencia, corrí a buscar unos zapatos viejos que le entregó mi madre. Aquella noche me acosté con el misterio encendido: pensaba en esas vidas desarraigadas y exiguas, pero también en su gracia, porque a pesar de la miseria aquella familia no parecía abrumada. No tardó en desvanecerse el sentimiento de eficacia que me había embargado al pensar que aquella chiquilla recorría caminos polvorientos con mis zapatos azules porque, cuando regresaron al cabo de dos meses, seguía descalza.
Me costó entender que sus pies prefirieran sentir el suelo, sin apreturas ni cordones. Ese fue mi primer descubrimiento sobre los gitanos, e hizo crecer mi interés por su manera de estar en el mundo. Su sentido de la libertad, que los ubicaba en los márgenes de la sociedad, almidonaba mi fantasía, arrebatada por el don de su música. En mi empeño, subí a las cuevas del Sacromonte, donde vivían pendientes del toque de guitarra; en Granada seguí la estela de los Morente, y en Cádiz, la de Camarón; además de aprenderme la Nana de colores, de Diego Carrasco y Remedios Amaya. También me aficioné a la fotografía de Jacques Léonard, un payo infiltrado en la vida cotidiana de aquellos que siguen defendiendo la fuerza de la comunidad en plena dictadura del individualismo.
Cuando la editorial Arcadia anunció la publicación de Wittgenstein, los gitanos y los flamencos de Pedro G. Romero, mi curiosidad se desbordó. La historia parte de un pretexto: en el 2015, un grupo de gitanos búlgaros y rumanos fueron invitados a la casa Wittgenstein, en Viena, para participar en un encuentro sobre la cultura romaní. Y el fin de semana se alargó a meses de ocupación, pues a los gitanos solo les habían pagado el billete de ida. El autor se sirve de esta excusa para analizar las formas de asentarse y habitar de esta comunidad, así como su bohemia y su desclasamiento, y recuerda no solo que a Wittgenstein le atrajeron siempre los no integrados, aquellos en itinerancia física y moral, sino que enseñó a sus alumnos de la aldea de Trattembach que la cinta mágica, mulengi dori, de los gitanos guarda relación con el sistema métrico universal, y podía, además, traer buena fortuna. Pedro G. Romero nos descubre que la falsa simetría que caracteriza a la mansión que el filósofo levantó sobre los escombros del Palais de la Kundmanngasse, incómoda para la mayor parte de sus moradores, fue justo lo que hizo sentirse a los gitanos como en casa. Una sincronía nada extraña teniendo en cuenta que Wittgenstein defendía “la adopción de una idea diferente de lo que hay que comprender (…) esa comprensión que consiste en ver las relaciones entre las cosas”, como escribe su biógrafo Ray Monk en Ludwig Wittgenstein, el deber de un genio (Anagrama).
La banca del capitalismo ha comprado no pocas veces el arte gitano, pagando a los flamencos para que derramaran el duende –como herramienta de conocimiento, o sea, el antiguo pathos, tan arraigado en Europa– sobre sus manteles. Como en aquella ocasión en la que Lola Flores bailó medio desnuda entre señoritos jerezanos y un vapor de otro mundo paralizó el aire. Si su arte ha logrado no solo permear, sino elevar nuestra cultura, ¿por qué nos empeñamos en mantener el estigma con el que tan a menudo los señalamos?
Artículo publicado en La Vanguardia el 13 de noviembre de 2021.
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