Los años 90 dieron mucho de sí en la industria de la moda, arrollaron de glamur y agitaron hasta rabiar los cánones de belleza, engendrando un dream team de modelos jamás imaginado. Los nombres de Cindy Crawford, Claudia Schiffer, Linda Evangelista, Naomi Campbell y Christy Turlington se hicieron globales cuando no existían las redes ni las it girls. Conseguirlas para una portada o una campaña de publicidad aseguraba notoriedad y éxito de ventas.
Eran diferentes. Tenían personalidad y sentido del humor, camaleónicas, creativas, capaces de ponerse en la piel de la postmodernidad. Eran conscientes de jugar en la élite de una industria que deglute voraz la novedad y acaba siempre por arrinconar a sus esfinges, pero lograron permanecer hasta el punto de ser pioneras en el marketing personal, consiguiendo convertir sus nombres en marca.
Aunque una de ellas acabó por desaparecer del todo. Hasta que, a mediados de la década anterior, un paparazzi capturó una imagen de una mujer de panza abultada, con sudadera y gorra. “¡Linda Evangelista, irreconocible!”, corrió el titular de forma viral, y no faltaron los chistes acerca de las pizzas y hamburguesas que se habría zampado aquella que fuera una de las mujeres más bellas del mundo. El pasado 23 de septiembre Evangelista reveló la razón de su aislamiento: “a mis seguidores que se han preguntado por qué no he estado trabajando mientras las carreras de mis compañeras prosperan: la razón es que fui salvajemente desfigurada por el procedimiento CoolSculpting de Zeltiq, que hizo lo contrario de lo prometido”.
Y, así, su millón de seguidores en Instagram supo que en 2016 la desfiguraron. “La HAP [Hiperplasia Adiposa Paradójica por sus siglas en inglés] no solo destruyó mi medio de sustento, también me ha lanzado a un ciclo de depresión profunda y al abismo más bajo del autodesprecio”, confesó. Y añadía: “en ese proceso me he convertido en una ermitaña”.
Recuerdo aquella noche del invierno de 2004 en que me llamó su agente. La esperábamos al día siguiente en Madrid para entregarle un premio. Robin me dijo: “tengo dos noticias para ti, una buena y otra mala…”. Empezó por la segunda. El vuelo de Nueva York a Madrid hacía escala en Berlín, y allí se quedaron. Se encontraba mal, y visitó al neumólogo. La buena era que la dejaban volar, pero solo en un avión privado para poder controlar la presurización.
Entonces la publicidad era omnívora y se marcaba bailes enloquecidos sobre las páginas de la revistas de moda. Nacían los grandes conglomerados del lujo, que adquirían marcas clásicas y las convertían en puro deseo. Había futuro, y eso permitió que fletaran un jet privado y Linda legara a la capital a tiempo con su porte enigmático y sus ojos-estanque que arañaban al mirarte. También recuerdo que, aunque había perdido la talla 38, había ganado en sentido del humor y agudeza. Seguía siendo Linda Evangelista, la original y vibrante, bella, la que había coreado Freedom junto a George Michael y sus amigas supermodelos como si nadie antes hubiera compartido una tarta.
Después, Linda fue cumpliendo años, pero ya se sabe: con cuatro retoques aquí y allá, podía seguir ejerciendo de sí misma. En cambio, hace unos días The New York Times abordaba la cruel paradoja que ha sufrido, así como su demanda de 50 millones de euros al grupo Zeltiq. El artículo también insistía en la forma en que nuestra cultura ha interiorizado la belleza artificial, pues ‘envejecer bien’ significa congelarnos a los treinta, y elogiamos a aquellas que parecen haber engañado al tiempo, olvidando en cambio la violencia de unos tratamientos que prometen lo imposible.
Linda quiso hacerlo con su grasa, y el tratamiento la deformó. No debe ser fácil para una mujer que ha vivido de su belleza verse destruida de forma irreparable, además de sumar dos experiencias de vida: una de flaca y joven y otra de gorda y adulta. “Como tantas otras”, pensarán.
Pero ella entregó su cuerpo y le devolvieron otro. Aunque le daban todas las garantías , perdió su piel. “Es la piel, y solo la piel, la que nos identifica como seres humanos, por eso su estado es la medida de nuestra humanidad” escribe Sergio del Molino. Hoy siente la extrañeza de la otra que la habita su cuerpo acolchado. Padece depresión, se avergüenza de ella misma y no se deja fotografiar. Y es que, más allá de la presión estética, de los cánones de belleza y de la respuesta que esperemos de nuestra imagen social, existe otro enemigo brutal: la autopercepción.
Mujeres que se sacan defectos y pelean contra sí mismas como si el espejo fuese ocupado por un enemigo invisible que te grita y se burla de ti. Cuando, en realidad, todo va razonablemente bien al otro lado. La prueba es que al ver de nuevo fotos antiguas, nos maravillamos de quienes fuimos, aunque entonces nos sacáramos defectos. Los sacrificios por querer complacer a ese tiránico espejo imaginario, distancian muy a menudo a mujeres –y algunos hombres– del rostro y el cuerpo que un día les pertenecieron.
Artículo publicado en Magazine La Vanguardia el 30 de octubre de 2021.
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