Suelo desconfiar de aquellos que dicen “¿de qué demonios se estará riendo?”. Acostumbran a ser personas ceñudas, tan centradas en su gravedad que recelan ante esa expresión universal de alegría. Sospechan ser objeto de burla, banalizados por criaturas irreverentes, entre risotadas, hipidos y lágrimas de placer. Porque la risa tiene movimiento, desafía la rigidez y descorcha la gracia, a menudo más importante que la belleza. Aunque no siempre equivale a broma, también apela a la grandeza de la autocrítica, y por ello ha sido agriamente detestada por dictadores como Hitler, Stalin o Franco, tan rematadamente circunspectos como déspotas.
Tampoco ha merecido demasiada atención por parte de antropólogos y filósofos. Como bien apuntó Henri Bergson en su célebre ensayo La risa (Alianza Editorial), su componente efímero le quita prestancia a “aquella espuma que se nos escapa de las manos cuando intentamos aprehenderla”. Se trata de una respuesta fisiológica y cultural ante determinados estímulos que los humanos –y hasta 65 otras especies animales, de la urraca australiana al macaco japonés– mostramos con relativa frecuencia. Menos de lo que deberíamos. “Al dar valor a libertades como la risa espontánea, preservamos la libertad para siempre”, declaró en Oviedo Gloria Steinem, premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2021, y añadió que “se trata de una emoción libre, la única que no se puede imponer”. Porque la risa falsa, forzada, la del poderoso que aguarda a que todos a su alrededor se rían de sus ocurrencias, está en las antípodas de la auténtica.
“A veces, tan ligera como un pez en el agua, me muevo entre las cosas, feliz y alucinada”, escribía la mexicana Rosario Castellanos, que proponía la risa como estrategia y liberación, exhortando a que las mujeres expusieran lo ridículo que resultaba el orden patriarcal que las sometía. Durante años, las carcajadas de las mujeres han gozado de buena cinematografía, se ha considerado que el humor poseía género. Por supuesto, masculino. Freud argumentaba que los hombres tenían más necesidad que las mujeres de mostrar su sentido del humor a fin de poder controlar su super-ego. Hoy, con el nuevo impulso que goza la lucha por la igualdad, muchas no solo han ido recuperando su yo, sino la capacidad de reírse de él, aunque, en nuestras teles, todos los presentadores de programas graciosos sean señores. Las humoristas se reivindican, como hizo Ana Morgade disfrazándose de portatrajes en una metáfora literal sobre la percha en que a menudo se convierte una sobre la alfombra roja. A pesar de la gran nómina de cómicas patrias, y de éxitos como el Deforme Semanal (premio Ondas incluido), el pasado verano, el director de la sala de comedia La Chocita del Loro declaraba no solo que el tirón de las mujeres en el humor es más bajo, que ellas son menos divertidas que ellos.
Tampoco abundan mujeres en las listas de escritores célebres con agudo sentido del humor: Anita Loos, Caitlin Moran, Sue Kaufman y poco más. Olvidan la desternillante ironía de Virginia Woolf o Austen, las sublimes ocurrencias de Dorothy Parker o Nancy Mitford, las pinceladas risueñas de Ida Vitale, y las perlas de tantas otras autoras cuya risa subversiva las ayudaba a sacudirse la fatiga existencial. Porque la seriedad de las mujeres ha tenido mucho que ver con su continua okupación. Fíjense si no en que cuando nos desternillamos de risa apenas advertimos ese gesto instintivo, inoculado en el ADN, el de nuestra mano que corre a taparnos la boca.
Artículo publicado en La Vanguardia el 30 de octubre de 2021.
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