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París, como la primera vez

“El tiempo es un ladrón”, pensé al llegar a París después de dos años sin respirarlo, y me propuse mirarlo como aquella primera vez a los veinte, cuando me planté en un apartamento prestado cerca del metro de République, sola y dichosa de dormir en un futón. Allí me convertí en una paseante morosa que compadece a los que caminan con prisa, sabiendo adónde van. Sin citas, los pasos me llevaban ante las tumbas gloriosas de Père-Lachaise o junto a los pintores de domingo en Montmartre. Deambulé por las casas de los poetas de la vida moderna, descubrí los perfumes raros de Serge Lutens en los jardines del Palais Royal, cuyo pavimento me fascinó tanto como el croque-madame de Les Deux Magots. Todo era nuevo, y yo me revestía de esa novedad igual que si me acabaran de tapizar.

Al cabo de unos años, París se convirtió en una ciudad de trabajo, y nunca más pude tomarla con aquella ansia. ¿O no me quedé más de una tarde vagueando en el hotel en lugar de surcar L’Orangerie y meditar ante a los nenúfares de Monet? Añoraba sentarme en las Tullerías para ver pasar franceses antipáticos –ellas siempre flacas y despeinadas–, pero siempre me esperaba alguien.

Ahora las ciudades extranjeras regresan a nosotros y volvemos a ser flâneurs indolentes que celebran el roce. Vi el Arco de Triunfo envuelto a modo de regalo posmoderno por Christo. Y el flamante museo de la Bourse de Commerce, donde una réplica de Giambologna, rodeada por un conjunto de sillas, es alumbrada por velas que se derriten como parte del proceso de destrucción creativa del artista Urs Fischer. Comí la pizza de trufa de Loulou, y sentí el courage de los parisinos que, convencidos de regresar a la vida de siempre, no paran de fumar en la calle.

Los joyeros de Chaumet me dejaron asomar a su taller bicentenario, un búnker transparente donde ves cómo aún engarzan las tiaras modelo Josefina. Admiré el suelo troquelado, con unos cubículos de madera que retienen los diamantes más escurridizos; bajo las mesas, una especie de útero de piel recoge el polvo de oro de las manos de los orfebres. En aquel hôtel particulier de la Place Vendôme murió Chopin, cuyo corazón acabó en una jarra de coñac. Su hermana Ludwika no dejó que George Sand se despidiera de él. Me siento frente al piano donde compuso su última mazurca, y me invitan a abrirlo, porque todos hemos vuelto a nacer. Acaricio las teclas, parecen ángeles, bastan tres notas. La historia se derrite, cera ardiendo o polvo de oro, pero sobrevive el piano de Chopin. Y es que París vale siempre un artículo.

Artículo publicado en La Vanguardia el 6 de octubre de 2021.

Publicado en La Vanguardia

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