Quien no hace ayuno intermitente, anda diez mil pasos al día, se inyecta insulina o toma sopas bobas. Adelgazar el cuerpo es un imperativo de nuestra época, a cualquier edad, y nunca parece suficiente. Pero mientras la lucha contra la grasa nos hipnotiza y anhelamos alcanzar la ligereza como un estado de gracia, el ego va engordando, extendiendo sus tejidos adiposos hasta embriagarse. Para mantenerlo arrebatado, resulta esencial contar con la colaboración de palmeros y asesores, followers y contertulios que jaleen a sus amos para que sigan meando oro líquido.
La vicepresidenta Yolanda Díaz afirmó estar rodeada de egos, y es importante que nos lo recuerde porque en la clase política abundan insoportables plumas de colores. Díaz afirmó que, de seguir así, no cuenten con ella, pues ha venido a trabajar por el bienestar social y no a participar en un reality show. Hace más de un lustro declaraba ya su convicción de que la izquierda no puede crecer a base de sumas de siglas, y también que los partidos son herramientas y no fines en sí mismos. Por ello, en su candidatura para liderar la izquierda en el 2023 pretende aglutinar, sin inventarse enemigos.
Díaz está creando un nuevo género: la antipolítica. Templanza y rigor, unidad y acuerdo, pedagogía y conciliación. Cuando habla, entorna los ojos y a veces los achina; frunce el ceño, transmitiendo veracidad y esfuerzo. Elige cuidadosamente los adjetivos: de “groseros” definió los beneficios de nuestras eléctricas, que triplican los de Alemania. Díaz se explica y nos explica. No está dispuesta a tragar sapos a costa de un sillón que obligue a políticas deshumanizadas. Su voluntad de liderar la izquierda integrando todas sus corrientes ya padece los dardos de los chiquiliquatres de gauche –que también los hay, doña Espe–. Probablemente unos y otros no tarden en ir a por ella. Porque sus logros desarman a aquellos cuyo egocentrismo los ha encerrado en una jaula oxidada.
Artículo publicado en La Vanguardia el 4 de octubre de 2021.
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