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Ni contante ni sonante

Christian Dubovan / Unsplash

Si un día se levanta con ánimo de ser humillado, o de recibir una terapia de choque –lo que viene a ser parecido–, acuda a su banco. A la sucursal clásica. Especialmente si es de las que, en plena fusión, invitan a su clientela a participar del duelo y compartir el agrio sentimiento de extinción. Da igual que le haya pillado un atasco o que avance despacio ayudándose de un andador, si usted llega a las 12.32 h, le recibirán con una reprimenda y la cara enverdecida. No le dejarán ingresar dinero ni pagar un recibo, a no ser que algún empleado todavía no haya mutado en musgo y se preste a asistirle en el cajero, o a través del teléfono, para que lo haga usted mismo, tipo Ikea.

Una inusitada severidad ha penetrado en esa especie de concesionarios financieros, inconcebible en los tiempos en los que los empleados te saludaban con la alegría que se siente al oler el dinero fresco y te hacían entrar en un despachito donde diagnosticaban hipotecas y créditos como si se tratara del riñón o el hígado.

Según el Banco de España, en la última década han caído un 39% de las oficinas bancarias de nuestro país, y unas cuatro mil cerrarán sus puertas este año. Y las que se mantienen han sido reformadas con diseños curvilíneos y mesitas con sobre de metacrilato, en una estrategia para va­ciarlas de contenido. Cada vez son más asépticas, sin contacto ni lenguaje apenas; son los nuevos no-lugares, tocados por una sensación provisional, de mudanza.

Se siente vivamente que los empleados, torturados por sus entidades, no quieren ser importunados por los clientes. Y, en su vacío existencial, le consideran a uno un anacronismo andante que ignora que al dinero físico le queda menos de una década. La inteligencia artificial será nuestra nueva interlocutora para tratar asuntos de pecunio, y promete ser más eficaz: sin colas, malhumor, ni la sombra del temido atraco.

Se diluye aquel provocador “el dinero es una clase de poesía” de Wallace Stevens, con el que expresaba la libertad individual que procura. Hoy, los héroes literarios han empezado a pagar a través de Bizum, aunque sus predecesores, pongamos el Quijote, tampoco se ensuciaran las manos con escudos y ducados. Cervantes bien sabía que los talegos eran sospechosos, y muy poco elegantes. En cambio, el dinero virtual no pesa ni molesta, y tan solo deja huella en el ciberespacio. Las criptomonedas anuncian un futuro que aún nos cuesta concebir, adelantándonos su abstracta asepsia. No lo tocaremos ni lo veremos, pero será una deidad blanca que acabará por excitar a la poesía.

Artículo publicado en La Vanguardia el 29 de septiembre de 2021.

Publicado en La Vanguardia

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