Y España volvió a comer a las cuatro de la tarde, festejando el renacimiento del chiringuito como dios manda: con las carnes flotando bajo el pareo de floripondios, arroces marineros y cerveza helada. ¡Qué poco le cuesta a España hacer de España! Turistas locales que han salvado la temporada gastando un 20% más que en los últimos agostos prepandémicos. Carpe diem en la nación de naciones. Atrapa el instante. Y gasta. Busca el agua transparente aunque esté atiborrada de tangas de nuestras jóvenes (pues este también ha sido el verano del culo, carne sutil pero sin los censurados pezones). Sí, lánzate de cabeza al placer, como un tapón al asombro.
Porque en este verano tan españolazo, sin billetes de tren ni coches de alquiler disponibles, con los restaurantes resarciéndose gracias a las listas de espera, pacientes colas para casi todo, tanta familia Tribulete y agosto vacunado al 70%, una manada de elefantes entró en el cuarto.
Nos pilló con el bañador mojado, ya empezábamos a dormir bien en el apartamento cuando vimos caer las lágrimas de Messi anunciando que dejaba el Barça. No fue ni mucho menos la única cosa que habíamos pensado que nunca veríamos, como a los campeones olímpicos colocándose la medalla al cuello igual que un collar, ellos solitos. El clima en un punto de no retorno: sequías e inundaciones. Y los talibanes disparando contra la poca civilización de un Kabul medieval mientras, entre burkas y kaláshnikovs, los norteamericanos salían por piernas pensando: fue largo el amor, pero será corto el olvido. La noticia se esparció entre las sillas de primera línea de mar clavadas a las ocho de la mañana en Benidorm, bajó rauda hasta las aguas podridas del mar Menor, tomó fino y tortillita de camarones en Barbate, alargó la sobremesa en Sanxenxo hasta oscurecer en Ses Illetes. El drama se masticaba como una almendra amarga. Algunas recogían la toalla, y una cadena de activistas comandaba una iniciativa ejemplar, #yo acojo, abriendo las puertas de su casa a una mujer afgana.
Otro trozo de nuestro mundo se derrumbaba, y en las playas de España no quedaban hamacas. Nunca habían sido tan codiciadas, erigidas en una precisa metáfora de nuestra ansia: elevar unos centímetros el cuerpo y tumbarnos con señorío, a fin de escapar de esta realidad metanfetamínica, y así ensoñar, con la piel barnizada de aceite de coco, amortiguando la dulce culpa de vivir en contradicción.
Artículo publicado en La Vanguardia del 1 de septiembre de 2021.
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