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¡No puedo más!

Simone Biles, durante el concurso completo del martes, en Tokio
Simone Biles, durante el concurso completo del martes, en Tokio Loic Venance / AFP

Lo repetimos una y otra vez, como un grifo abierto que no somos capaces de cerrar. La angustia brota a borbotones, pero la hemos alojado en la costumbre. Y acaba por convertirse en un oscuro pantano que va enterrándonos las piernas, incluso la cintura. Hasta que el agua fangosa nos llega al cuello, y entonces es demasiado tarde para salvarse. El sistema, competitivo y exigente, penaliza al débil, al exhausto, al que vive bajo una presión demoledora teniendo cada día que justificar lo que vale.

A los articulistas nos gusta citar aquella célebre frase de Faulkner de Las palmeras salvajes : “Entre la pena y la nada, elijo la tristeza”, porque resume la distancia entre la aflicción y el vacío. Al menos en la pena hay algo, incluida la esperanza de que no sea duradera. El mundo es imperfecto, y la tristeza representa un sentimiento de trascendencia inabarcable, todavía más entre los jóvenes. Por ello, la escuela de la vida debería enseñar a remendarla al estilo de un maestro zapatero: un cambio de suela por aquí, un pulido por allá.

Hemos convertido el afán de superación en un ansia de récords inalcanzables

Nos decimos “¡no puedo más!”, y no siempre por hartazgo, sino anticipando el colapso. Es un aviso para nosotros mismos, aunque hayamos aceptado convivir con el peso de una responsabilidad que no nos cabe en el cuerpo. Bien recuerdo los ataques de náu­seas en cadena que me sobrevenían cada vez que lancé una nueva revista, o cuando, al estrenarme como columnista, de noche soñaba temas para los artículos, entre la angustia y el pánico. La presión exterior a menudo nos paraliza. El examen continuado. Cuánta frustración procura el maldito espíritu de la escalera: la respuesta ingeniosa se nos ocurre con efecto retardado, cuando ya no estamos frente a nuestro interlocutor. Vales lo que tu último proyecto, tu última canción, tu último salto mortal. Y pesan tanto las expectativas engendradas, que pueden hacernos fracasar antes de tiempo. Aunque seas Simone Biles.

“Hoy quiero gritarle al mundo”, escribía esta semana en una carta abierta la madre de Rodrigo, un adolescente que se suicidó con 14 años a causa de una depresión severa. Y su hermana añadía: “Hemos sido víctimas de la desinformación, la estigmatización y la infravaloración de la salud mental”. Cuando la madre de Rodrigo quería animarle, le decía, como solemos hacer, “cambia de chip”; y, él, un chico brillante, bueno y sensible, respondía: “Mamá, le estás pidiendo a alguien que tiene cáncer que deje de tenerlo”. Y así es. La peor burla que podemos hacerle a una persona con depresión es decirle: “Anímate, que no es para tanto”.

Solo queremos ver la cara brillante del triunfo, y hemos convertido el afán de superación en un ansia de récords cada vez más inalcanzables y sobrehumanos. Biles cambió la semana pasada dos medallas olímpicas por su bienestar mental, y para ello es precisa una gran cantidad de arrojo. Con el oro en la punta de los dedos, la gimnasta, que ya lo ha ganado todo con 24 años, dijo: “¡No puedo más!”. Y paró. Imagínense lo que hay detrás, ­la disciplina férrea, los sacrificios y renuncias, también los abusos sexuales –por parte del médico de la selección norteamericana, Larry Nassar–. Y todas las miradas del mundo posadas en sus hombros en un doble salto mortal con triple giro, desafiando la gravedad e incluso las leyes de la aerodinámica. La ansiedad de Simone Biles nos cura un poco a todos. Ella, que podría haber tocado el cielo, ha caído de pie para salvarse (y salvarnos).

Artículo publicado en La Vanguardia del 31 de julio de 2021.

Publicado en La Vanguardia

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