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Una vida más pequeña

Denys Nevozhai (Licencia Unsplash).

El mundo está enfermo, y seguimos tomándonos la vida como una carrera de Fórmula 1 aunque se trate de una pista de cochecitos de feria. De igual modo que dicen que la gente se divorcia porque cree en el amor, muchos quieren huir, bien porque creen en la felicidad, bien porque comparten aquel pensamiento de Séneca en su retiro: “Nada he reprobado excepto a mí mismo”. Tomo la idea de irse de uno mismo del libro La vida pequeña. El arte de la fuga (Anagrama), de José Ángel González Sainz, una meditación refrescante y lúcida sobre el olvido de vivir. El autor se pregunta tras la pandemia por la pérdida de significado. E invoca la tensión de la búsqueda, la verdadera alegría, la gratitud y la serenidad, el saber identificar lo realmente bueno, además de la necesidad de dejarse de lado a uno para poder ver con claridad lo atontada y envanecida que es nuestra existencia.

Pienso en los autores entre los que hurga –Hölderlin, Rilke, Montaigne, Thoreau, Camus–, grandes nombres, también populares, al contrario que el suyo, el de un prodigioso autor nada comercial al que sus indagaciones poéticas y filosóficas le han llevado a subrayar la necesidad de saber ver lo real. Su apelación a la vida pequeña está cargada de urgencia, pero nosotros seguimos instalados en las pantallas, como si conocer todo lo que sucede en ellas fuera a hacernos más listos, más divertidos, más completos. Bien lo saben las familias que estos días mandan a sus hijos a campamentos donde les exigen apagar los móviles. Piensan que no sobrevivirán a la desconexión. Pero ahí están la montaña y el río, las mejillas quemadas, las carreras de sacos y los bailes lentos. También el silencio, que acaso escuchan por primera vez. “Ningún amor verdadero empieza nunca sin su antesala de silencio y asombro”, se lee en La vida pequeña , de cuyas páginas una no querría moverse para que se le pegue esa forma de discurrir.

Stefan Zweig combatió el tópico de que los judíos quieren hacerse ricos por naturaleza; no, lo que querían era al­canzar algún tipo de espiritualidad moral, filantrópica o cultural, y por ello preferían que sus hijas se casaran con un poeta desheredado que con un rico comerciante (así se arruinaban en tres generaciones). Eso ocurría en el mundo de ayer. En el de hoy nos hemos quitado las mascarillas y ahí sigue el bruxismo, las mandíbulas apretadas y las bocas torcidas que anhelan una gran vida, aunque no nos quepa.

Artículo publicado en La Vanguardia del 7 de julio de 2021.

Publicado en La Vanguardia

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