En la terraza de la Casa Árabe de Madrid empiezan a sacar cazuelitas de humus y tajín. Los camareros forman detrás de las mesas con un extraño recogimiento. Miran al frente, hay solemnidad en su gesto. Una solemnidad que seguramente usted y yo no conoceremos, porque nunca tuvimos que huir, acaso de aburrimiento o asco. Nada sabemos del miedo que humedece la raíz del pelo y las uñas, que te pudre por dentro cada vez que matan a uno de los tuyos. Ha dejado de llover y siguen los discursos. Carlos Berzosa, presidente de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), afirma que la inauguración del primer restaurante “Acoge un plato” –una iniciativa de CEAR con Casa Árabe– nos ayuda a entender qué son realmente los derechos humanos.
El Mediterráneo pronto empezará a espumear vidas a la deriva, como cada verano. Veremos esos puntitos negros sobre un azul prometedor y pensaremos: “¡Qué locura! Venir con bebés, exponerse de esta manera”. Cuánto ignoramos el precio de una vida. Pero hoy, en el centro de Madrid, comeremos platos guisados por refugiados, y podremos intuirlo. Trabajan desde hace cinco años en los centros de acogida de CEAR en Carabanchel o Leganés para caterings, y, aunque su espíritu tenga mucho de cocina solidaria, se trata de una actividad productiva. Maestros o contables que han recuperado las recetas de sus abuelas, cuya memoria estuvo a punto de perecer igual que los 1.717 migrantes muertos o desaparecidos en ruta a España el año pasado.
En el 2020 pidieron asilo 90.000 personas: solo se aprobó una de cada veinte solicitudes
En nuestro país hay gente que cree que Nasrin ha venido a robarles el pan aunque les haga de comer. Ella nació en Jerusalén, y vivió durante cuarenta años en un campo de refugiados de Belén. “Es como una cárcel”, recuerda. Mientras va sirviendo el puré de garbanzos, le pregunto de qué huyó. “Cuando mataron al tercer amigo de mi hijo de 18 años frente a nuestra puerta supe que teníamos que marcharnos. Trabajaba de bibliotecaria en la escuela Tierra Santa, con mi carnet pude sortear los check-points y pasar a Jordania”. A lo largo de su relato a Nasrin le cambia el color de los ojos. Se endurecen, y de un verde limpio pasan a rojo antes de volverse líquidos. Nos abrazamos. Aprieta su dolor contra mi cuerpo: cuarenta años sin poder andar libremente con sus hijos de la mano. Ahora ha cumplido su sueño, pero allí siguen sus hermanos y sus sobrinos, en Shuafat, entre peligrosas moles del peor cemento.
Sharifeh no sabe su edad; no la registraron. Nació en Herat. Conoció a su marido el mismo día de la boda. La casaron de niña, puede que con 13 o 14. A la segunda regla se quedó embarazada. “Mi sueño era estudiar, me encantaba. Quería hacer una carrera, pero mi padre es militar y decía: ‘No puede ser: hay guerra, en los colegios ponen bombas, y, además, eres mi hija’. Y mis suegros a mi marido: ‘Educa a tu mujer pegándole, como una esclava, no, no puede hablarles a sus hijos’”. En CEAR le enseñaron a ganarse la vida, a leer y escribir, a contar el dinero. Nunca había comprado nada.
No sintieron miedo al venir, a jugarse la vida en el mar, porque huían de un terror que no nos cabe en nuestro orden de Ikea y Zara Home. Aunque, al llegar, les aguardaran gritos como “cucaracha, vete a casa”. “Y eso te hunde”, dice Sharifeh. En el 2020 pidieron asilo 90.000 personas: solo se aprobó una de cada veinte solicitudes –la media europea es una de cada tres–. Si a esto lo denominan política irresponsable, puede que en efecto lo sea. Un culo bien apretado. Según Eurostat, en el 2019 aquí se concedieron 60.000 peticiones de asilo respecto a las más de 280.000 de Alemania o las casi 180.000 de Francia, vecinos que tienen algo más interiorizado el principio de solidaridad internacional. Y eso que, no hace tanto, gallegos, andaluces, asturianos o catalanes buscaban un lugar donde ser extranjero y resucitar.
Nuestros sueños son mucho más complejos que los suyos, capaces de resumirse en tres palabras: “Acoge mi plato”.
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