Durante años, el Ateneo de Madrid, en pleno barrio de las Letras, se me antojó como una sociedad secreta. Su fachada, discretísima y no menos estrecha, solo permite apreciar los medallones de Alfonso X el Sabio, Cervantes o Velázquez desde enfrente. Pero al abrir el portal, unas estilizadas escaleras modernistas te conducen al ágora donde, durante casi dos siglos, se sirvió el banquete de la Ilustración.
Hace un tiempo se abrió un pequeño café-restaurante –al poco clausurado a causa de un litigio interno– que conectaba con el interior del edificio, y en más de una ocasión aproveché para atisbar el tiempo congelado en la docta casa. No me desagradaba el olor a madera vieja y crujiente, era la sensación de aire encapsulado y de vacío lo que enfatizaba su decadencia. Me contaron que apenas lo pisaban ya 30 socios; que sufría de asfixia económica a pesar de las subvenciones y las cuotas. Más de una vez me había preguntado: ¿qué harán los señores del Ateneo?, porque en su galería de retratos solo hay hombres, a excepción de la condesa, doña Emilia Pardo Bazán.
En 1820, durante el trienio liberal, un grupo de intelectuales organizó un club donde poder discutir sobre “literatura, ciencia y arte”. Se instalaron en una modesta casa burguesa, en la calle de la Ballesta. En 1884 Cánovas del Castillo inauguraría oficialmente la sede actual en presencia de Alfonso XII y María Cristina. De esta forma nacía la “Holanda en España”, así denominó a la institución en la que sus miembros llegaron incluso a debatir la existencia de Dios. A partir de 1905 –26 años antes del sufragio femenino– se permitió la entrada y el voto a las mujeres. Y así fue como Emilia Pardo Bazán recogía ufana, y cubierta con una de sus boas, su carnet de primera ateneísta. En la conmemoración de su centenario recordamos la relación con su “miquiño del alma”, Benito Pérez Galdós, con quien se citaba en los salones del Ateneo. Allí tuvieron más de una acalorada discusión, y el célebre “adiós, viejo chocho” de doña Emilia todavía reverbera entre sus paredes, ya que en Barcelona conoció y se prendó de un apuesto José Lázaro Galdiano –como recordaba Carme Riera en un delicioso y reivindicativo artículo sobre su relación con Catalunya– Ella, a quien no permitieron ingresar en la Real Academia, provocaba a sus compañeros: “¿Por qué os llamáis intelectuales si no os atrevéis con los inteligentes?”.
El Ateneo cuenta con miles de crónicas brillantes: por su sala de tertulia, La Cacharrería, desfilaron Albert Einstein y Sarah Bernhardt, Joaquín Costa y Manuel Azaña, José Ortega y Gasset y Unamuno. Blanca de los Ríos, Carmen Burgos o Clara Campoamor fueron algunas de sus socias activas, aunque apenas existan hoy sombras de su paso por la casa de las musas. Valle-Inclán, uno de sus presidentes, se mudó al edificio con su familia: arruinado y sin techo, y contaba que había un gato que siempre dormía sobre un ejemplar de The New York Times ; “el más culto del mundo”.
En plena pandemia saqué mi carnet de ateneísta. Por un lado, edificaba la fantasía de que, cuando todo aquello pasara, iría a escribir a su biblioteca, La Pecera, un templo para bibliófilos que me devolvería el embelesamiento perdido. Aunque lo que en realidad me atrajo fue el entusiasmo de los fundadores del Grupo 1820, que ahora se postula para renovar ese símbolo de la emancipación intelectual española, que, a pesar de los heroicos resistentes que lo han mantenido en pie, necesita ponerse al día. Y más cuando nuestra sociedad pantallizada e infantilizada carece de espacios plurales, alejados de la bronca y de la cultura mercantilizada, que irradien compromiso con las artes y el pensamiento, y abanderen el no a más recortes. Y donde vuelvan a morar las musas modernas, con espíritu instruido, altruista y dialogante, además del fantasma de don Ramón.
Enhorabuena y gracias por el artículo sobre Emilia Pardo Bazán y el Ateneo de Madrid.
Lo he utilizado como lectura complementaria con mis alumnos, después de una clase de Historia del Periodismo Español, la última de este semestre.
Joaquín Solana Oliver
Muchas gracias por tus palabras Joaquín. ¡Un honor!