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Sin rencor

Una ola de rencor ha embravecido las costumbres, como si la bondad hubiese prescrito y dejara de ser virtud para convertirse en debilidad. En el debate político hace tiempo que el cinismo y la emotividad han sustituido a la dialéctica y los programas. Importa más descalificar al adversario hasta noquearle que proponer alguna idea que vaya más allá de la mera acrobacia electoral. Algunos políticos juegan hoy a ejercer de informadores, perpetuando el viejo sueño intercambiable: periodistas que, fielmente alineados con el partido, le consiguen votos desde una mesa de colorines, sin importarles que sus líderes hagan el ridículo. O conmigo o contra mí, esa es la lógica. El legítimo espacio reservado a la duda se ha eclipsado. Asumimos que en los debates electorales es mejor lanzar una cifra –aun siendo falsa– que callar. Los decibelios han aumentado hasta ensordecer a los jóvenes: uno de cada cuatro dice no creer en el futuro, y, en pleno desencanto, tan solo aspira a no caer en un agujero. Por otra parte, el activismo ha renacido como forma de implicación personal, y muchos universitarios abrazan la lucha contra el cambio climático, la diversidad o la igualdad real entendidos como palancas que pueden activar un nuevo capital capaz de (re)humanizar una sociedad que migra hacia lo digital, pero que todavía tortura a los animales, rubricando su corazón salvaje.

Alexandre Cabanel – Angel Caído

El global ascenso de la ultraderecha guarda relación directa con el encabronamiento, la amoralidad e incluso las balas de cetme. Lo vemos a cada día en Twitter, donde se despelleja sádicamente al menos un cadáver diario por pura manía. Más allá de compartir información y debatir, esta red se ha convertido en un espacio que concentra la peor educación nacional. Entre los trending topics, el sexismo crece cada día, a golpe de intentos de acallar a las mujeres que expresan opiniones contundentes y libres. Siento que me mancho de excrementos cada vez que leo las palabras guarra, puta, loca, bruja dirigidas a alguna colega. ¿De verdad alguien cree que un anónimo hater debe tener el poder de desacreditar a profesionales que investigan, contrastan la información y nos la sirven puntualmente, por mucho que eso sea del agrado universal?

“La suerte de Tarradellas fue que no existía Twitter”, se lee en El camarote del capitán (Destino), donde Màrius Carol demuestra que no hace falta ser un malvado para dirigir bien un periódico. Su nombramiento fue recibido con la causticidad habitual de algunos de sus colegas, como la que le preguntó si lo había puesto al frente de La Vanguardia el mismísimo rey de España. La elegancia de Carol siempre ha reventado a muchos: desde el buen gusto con las corbatas hasta su cortesía con el lector o su defensa de la cultura. El pasado martes, en Madrid, custodiado por Meritxell Batet y Enric Juliana, afirmó que La Vanguardia es una mezcla entre el Kremlin y el Vaticano, pasando por el Ateneu Barcelonès. “Lo pasé mal, pero fui tremendamente feliz”, confesó acerca de sus años en la dirección de este diario, en los que tuvo que dar cuenta de una actualidad trepidante: el auge del independentismo y el procés , la cárcel para los líderes catalanes, la crisis del bipartidismo, las pulsiones populistas, la abdicación de don Juan Carlos… temas que revisa en el libro con higiene mental y literaria. Pero acaso lo más excitante de esta travesía al timón de La Vanguardia sea la ausencia de rencor. No hay rastro de fobias, virulencia o venganza; no hay gritos ni resentimientos. El suyo es un relato templado, diametralmente opuesto al del puñal rociado con veneno que va destripando el civismo. También abre una brecha entre los impostores de la información y los periodistas que sufren como perros, al decir de Carol, pero aun así saben que no existe un oficio mejor.

La Vanguardia, 24 de Abril 2021

Publicado en Artículos La Vanguardia

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