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Oficinas vacías

Todos parecen estar de acuerdo en su predicción del futuro pospandémico: las oficinas perderán su centralidad. Aquellos espacios cuya emergencia fue celebrada por un nuevo trabajador que ya no vestía mono ven cuestionada su lógica y su modelo organizativo. También sus controles para fichar, sus fotocopiadoras en el pasillo, sus máquinas de café. El imperativo de que todo contrato necesitaba una sede profesional se diluye y aleja las tarjetas de visita con las que hombres y mujeres podían darse un poco de importancia.

Ir al trabajo con frecuencia significaba salvarse. Cuánto simbolismo adquirieron para sus pobladores aquellas mesas y sillas, los cajones con llave, el dibujo dedicado del día de la Madre. Mantenía un orden, también mental, ahora inservible. Qué poco razonable resulta la imagen todavía vigente de la caja de cartón con los bártulos al ser despedido.

Ya antes del virus, los despachos habían empezado a extraviar el fulgor que mistificaron Edward Hopper, Billy Wilder o Rona Jaffe, autora de Lo mejor de la vida –que inspiró la serie Mad men –, en la que destapaba el apestoso machismo que envolvía las ta­reas de las ufanas secretarias de los cincuenta. Los templos de cristal cuyos ventanales eran otro indicador del estatus de la compañía fueron haciéndose cada vez más asépticos, también menos sexistas. Las medidas de ahorro a partir de la crisis financiera enseguida apuntaron a los alquileres, y muchas empresas renunciaron al pedigrí de las zonas nobles para trasladar a sus empleados a la periferia. A no lugares brotados como gigantescas colmenas de producción, sin piedras antiguas ni bares con solera.

La covid ha provocado que la oficina rompiera su marco. Puede ser una cama o un parque. Bastan una pantalla, unos auriculares y mucha soledad. Parece que dentro de casa nada tendríamos que temer, cómo van a expulsarnos, pero en ella resulta difícil parcelar la jornada. Carecemos de horario. Respondemos correos y le abrimos la puerta al mensajero, borramos obsesivamente mensajes porque ya no contamos con soporte informático.

La sociedad ha ido afinando no pocas costumbres: por ejemplo, aprendimos que a partir de las nueve de la noche no se podía llamar a una casa; se trataba de delgadas normas de civismo que intentaban proteger un contexto dinámico. Pero la nueva era del teletrabajo nos hace más disponibles, huérfanos de aquella privacidad que intentábamos resguardar. Y sentimos escalofríos cuando el teléfono nos informa de las horas de uso diario: es una buena manera de darnos cuenta de lo solos que estamos.

La Vanguardia, 10 Marzo 2021

Imagen por Hennie Stander en Unsplash

Publicado en Artículos La Vanguardia

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