Melancólico y polifacético, el artista Guillermo Pérez Villalta reniega del arte “que no sobrevuela el espíritu del tiempo”. Este mes inaugura una exposición retrospectiva en Madrid y una colaboración con la joyería Suarez.
Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, 72 años) se retiró hace más de 30 a la casa de sus abuelos en la parte alta de la ciudad, en la calle de los Silos. Había integrado el núcleo duro de la Nueva Figuración Madrileña, aunque siempre libre de cánones. Su estilo, que arranca de su vocación arquitectónica, le valió el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1985, en plena posmovida. Se encerró ajeno a la gloria. Viró hacia una pintura “menos llamativa” para pasar inadvertido. Convirtió la primera planta de la casa en taller y biblioteca. Y la cocina, en sala de reposo: una habitación fantasiosa pintada con escenas pompeyanas con una sauna al lado. El dormitorio de sus abuelos permaneció intacto, los muebles dispuestos como siempre; quería conservar algo originario de la casa. “En la parte baja hicimos un bar que quedó precioso, le sacaron muchas fotos: mi expareja era barman y lo hice por él, pero se rompió el bar y se rompió todo”, recuerda.
El bar se transformó en la pinacoteca de Guillermo Pérez Villalta. Mil obras elegidas tras cada exposición. De la mitología a Walt Disney. De la psicodelia y el pop al barroquismo neomoderno. “Hasta que se me ocurrió una idea nefasta: donar mi obra a Andalucía, con la condición de que se conservara en esta casa”. Hace seis años salieron cuadros, dibujos, esculturas y muebles para ser mostrados en el Museo de Arte Contemporáneo de la Cartuja. Y no han vuelto. “Me aliviaron la casa, pero me quedé sin nada. Sigo con mis huecos, esperando a que regresen”, cuenta en Madrid, donde vino a ultimar su exposición El arte como laberinto, organizada por la Comunidad de Madrid e inaugurada el 18 de febrero en la Sala Alcalá 31, y donde también se lanza la colección de joyas que ha desarrollado a petición de y en colaboración con la firma Suarez.
La relación del artista con la burocracia es compleja. “Es un drama, espero que se arregle. La donación no llegó a firmarse. Tuve un problema con el director del centro, que ideológicamente está en otro lado: a él le gustan los vídeos, las instalaciones…, no tiene amor por la pintura. Me pasa lo mismo con Manuel Borja-Villel, el director del Reina Sofía, que pertenece a la misma escuela. El responsable de un museo de arte tiene que saber de arte. Y a veces muestran unas lagunas increíbles. Son muy conceptuales y dogmáticos. Para ellos la pintura no tiene sentido. Prefieren investigar documentos, y esto está bien para hacer un libro, pero no es un goce para la vista”.
En la capital echa de menos el mar. La vida de pueblo. Y arrastra un lamento: “Se están muriendo muchos amigos. Me queda Fernando Huici, pero está muy retirado. Con Almodóvar soy amigo de toda la vida, y participé en Folle… folle… ¡fólleme Tim! Después hice de extra en alguna otra, hasta que me vine a Tarifa. Nos vemos a menudo porque colecciona mi obra, pero siempre está liado, igual que Alaska”.
Sintió una vocación precoz por la arquitectura, pero abandonó la carrera porque no se imaginaba en el día a día. “La decisión se corresponde con un momento bien concreto; fue en la ciudad marroquí de Esauira cuando, al cruzar un riachuelo, pensé: ‘Al llegar al otro lado seré pintor”.
Pinta cada día. “La cabeza es un ordenador perfecto”. Pone música de la Motown o los Beatles, otras veces la radio. No soporta el reguetón. “¿Que si pinto a lo Veronese? ¡Ah, quién pudiera! No, no tengo ese dominio. Hoy hay gente que pinta bien, pero hoy la pintura no sobrevuela el espíritu del tiempo, el Zeitgeist. Me siento cada vez más fuera del tiempo, soy consciente de ello. Y no tengo mucha esperanza de futuro. La humanidad no cabe”.
Guarda el móvil en un cajón. Lo suyo es observar, leer, pensar, sujetarse la cabeza con la mano: la postura de la melancolía. “Incluso cuando estoy pintando, mi cabeza sigue pensando. Soy un pensador que pinta en lugar de escribir”. De los griegos a la Ilustración. Góngora, como poeta ondulante. O Epicuro y sus meditaciones: “Sé que solo existe esta vida; por tanto, no la voy a desaprovechar. Con 22 años ya tenía esta conciencia”.
Asegura que la humanidad se va atontando, que la cultura de masas no es cultura, sino solo masa. Hay muchas cosas del presente que no le gustan, pero no las combate. “Las cosas son como son, y ya está”, razona. Se define como melancólico, y dice que la encuentra bella: “La depre, no; pero la melancolía, sí: es agridulce y bella”.
El autor defiende otro relato sobre la historia del arte: “Hay que entenderla como una especie de floración. Suelen gustarme cosas que a la gente no le agradan, como el alto Renacimiento, el simbolismo o el manierismo de Pontormo o Bronzino. Para mí el impresionismo no es lo mejor del siglo XIX”.
En su obra, las narrativas oníricas y la asociación libre de ideas asoman a modo de visiones. ¿Drogas? “Nunca las tomé por diversión, sino para pensar. Es como entrar en un estado alfa en el cual tienes conciencia pero estás en antesala del sueño y puedes preanalizarlo. El LSD tiene un lado peligroso, hace mucho que lo corté, experimenté malos viajes. Ahora consumo hachís, aunque nunca trabajo fumado, solo algunas noches, para imaginar y pensar”. No quiere definir la belleza, a la que se aproxima solo a través de los sentidos: “Es una especie de valor muy profundo, como el más allá de un orgasmo. Es un grado de placer que te llena todo el cuerpo. Algo que el hombre desea profundamente”.
Y hablando de sexo: “Soy claramente homosexual y amante de lo masculino. Pero, afortunadamente, hoy se acepta cualquier opción sexual. ¡Que dejen de hacer drama! No empecé a tener relaciones sexuales hasta los 30 años. Para mí ha sido importante haber vivido una adolescencia y una juventud sin sexo exterior, pero en mi interior me inventaba todo lo inventado. Tiene que ver mucho con el arte, el investigar tus placeres sin ninguna coacción”, cuenta.
Según el comisario de la exposición El arte como laberinto, Óscar Alonso Molina, el centenar de obras que componen la muestra reflejan la desorientación del presente. Memoria, caos, ciencia, arte, homosexualidad, narcisismo, manierismo, barroco, androginia. Pérez Villalta la proyectó a partir del estudio geométrico de la planta del edificio de Antonio Palacios que alberga la muestra, alzando un laberinto. “No hay un recorrido cronológico. Mezclamos cuadros recientes con obra de los años setenta. Enfrentamos opuestos. Dejamos esquinas vacías, iluminadas; forma parte de la hoja en blanco. El concepto del vacío está muy presente. Ese laberinto tiene un centro, que es un templo. Y hay un anillo dentro del círculo más chiquito, que es el vacío”. Borges, coleccionista de laberintos, afirmaba: “No sabemos si el universo tiene un centro; si fuera así, estaríamos salvados, habría una arquitectura frente al caos”. Para el pintor gaditano, el Minotauro es el reflejo de uno mismo. El yo raro.
En este segundo año pandémico el artista no ha parado. Fue elegido por Joyería Suarez para realizar una colección inspirada en su obra. “Ha sido una experiencia única. Me he quedado con la boca abierta: talleres extraordinarios, piedras maravillosas, precisión técnica… Algunas están sacadas de mis dibujos, otras son elementos de cuadros: detalles florales, botánica”. La fascinación por las joyas convive con el artista desde la infancia. De niño, cuando enfermaba, su madre le dejaba jugar con su joyero. Hoy atesora una biblioteca llena de libros de joyas. Entre las piezas de la colección elige como favorita un colgante con un círculo vacío. “Me ha llegado al alma. Pero no es asequible para mi bolsillo”.
—¿No ha hecho dinero?
—Nunca me he dedicado a hacer dinero. Y no me han gustado los lujos. Mi lujo es mi vida, hacer lo que me apetece; lo demás es superfluo. He sido desprendido. Con tener para vivir… Y no me he promocionado. No he tenido ganas de famoseo: la fama es hortera.
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