Un abrigo de mouton no tiene el mismo valor que uno de oveja, aunque sean lo mismo. La sofisticación que anida en el término mouton contribuye a que la idea de ese abrigo sea más elevada. No se asocia al pelo de cordero, que trae un crudo olor a pastos, sino a una piel refinada con ecos de París. El signo es la unión entre significante y significado, y su valor simbólico puede cambiar según el espíritu de los tiempos. Ocurre con la palabra cana . En un hombre podían ser venerables, mientras que en una mujer manifestaban que había abandonado el control de su vida. Imagino cuántos millones de mujeres han sido esclavas durante siglos del tinte capilar sin que se lo exigiera nadie, tan solo por no afrontar un signo vaciado de aspiración y belleza.
No, no tienen el mismo valor las canas de la Reina y las de mi prima Antonia, que se las dejó hace más de veinte años, cuando amaneció con las sienes nevadas. Y, por fortuna, bien lejos está de su tocaya María Antonieta de Austria, que seis meses después de la ejecución de su marido, el rey, encerrada en la torre del Temple, aparecía con toca de viuda y encanecida. “Ha sufrido demasiado –la describe Stefan Zweig–. Es, a pesar de sus treinta y ocho años, totalmente una vieja. El centelleo y la vida de sus ojos, tan arrogantes en otro tiempo, se han apagado por completo”.
Como tantas mujeres anónimas, mi prima contribuyó con su naturalidad, hermanando juventud y canas, a que la melena blanca no fuera sinónimo de derrota. También hizo que algunas nos preguntáramos por qué no estábamos preparadas. La moda, ávida siempre por defender causas perdidas que acaban revirtiendo su prejuicio, lo convirtió en tendencia. Y movimientos en redes, como @grombre, una comunidad que se define como “una celebración radical del fenómeno natural del pelo gris”, o el hashtag #enamoradademicabellogris, auténticas sibaritas de la cana, la han enaltecido.
Tras el confinamiento, muchas mujeres no volvieron a teñirse. Perdieron el susto. Se dejaron llevar. Y lo que imaginaban atroz ha resultado noble. “Envejecida, desaliñada y/o descuidada”, se definía a aquellas con canas hace apenas dos años. Hoy, la calle manifiesta lo contrario, demostrando cuánto ha envejecido esa percepción.
La reina Letizia –vinculada en su juventud a constantes rumores de bisturí– luce en su madurez unos hilos plateados en la melena, siempre enfocada por centenares de cámaras. El espíritu de supervivencia de la pandemia ha aportado un contravalor estético: lo que antes se veía como defecto es hoy un signo de libertad.
La Vanguardia, 16 de Febrero 2021
Imagen por Gabriel Silvério en Unsplash
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