Dónde está aquella sororidad que prendió en el lenguaje mainstream como reacción de causa-efecto al movimiento MeToo? La misma que reemplaza el estereotipo de competitividad y envidia femeninas por una voluntad de hermanamiento y de unión. ¿Por qué tantas mujeres se han enfrascado ahora en una contienda teórica entre el determinismo biológico y la autodeterminación de género? Las divergencias, imprescindibles en cualquier debate ideológico, existieron siempre, pero el feminismo nunca había estado tan polarizado.
En el 2017, la palabra más buscada del año, según la editorial Merriam-Webster, fue feminismo . El efecto Trump movilizó a las mujeres y contribuyó a globalizar su protesta. Además, se expandió una conciencia orgánica entre las jóvenes, que sumaba fuerzas a la generación veterana, siglos de lucha sobre sus espaldas en una dura travesía por el desierto. Todo ello logró eliminar la mala sombra del término, antaño incomprendido y temible. Y el feminismo pasó a ocupar un espacio político antes negado, al tiempo que convencía a la opinión pública. Algunos lo consideraron una moda y se pusieron a estampar consignas sobre camisetas, aunque también dio lugar a una afortunada y justa revisión del pasado que empezó a rescatar la memoria perdida de tantas mujeres olvidadas. Mientras tanto, en la vida de delantal y monedero, las cosas empeoraron con la pandemia y el confinamiento. La violencia machista se oscureció; y las prostitutas contagiadas lo tuvieron más difícil que nunca (aunque el Ministerio de Igualdad consiguió que las víctimas de explotación sexual pudieran acreditar su situación para acceder a ayudas sociosanitarias).
La próxima aprobación de la ley Trans ha abierto una batalla teórica sobre sexo y género: hilos de Twitter, manifiestos, cartas abiertas, y, a la vez, el dibujo al aire de una jerarquía feminista reclamando a la ministra Irene Montero que demuestre su pedigrí. Caen en el error de considerarla autora intelectual de la propuesta de ley –del 2017– aprobada por unanimidad en el 2019, que no llegó a tramitarse al anunciarse elecciones. Tampoco olvidemos que su impulso forma parte del acuerdo de gobierno entre el PSOE y Podemos, lo que lleva a presumir que entre el feminismo de Carmen Calvo y el de Irene Montero deberían existir más acuerdos que fisuras.
Mucho hemos leído sobre la autodeterminación de género, asunto que ha dado lugar a auténticas lapidaciones en las redes, que hoy rige en 14 comunidades autónomas –de las 17–sin que nos hayamos querido enterar. Los codos fuera con las personas trans –término que todavía estigmatiza– y la advertencia del peligro que supone reescribir la biología y el constructo cultural del ser mujer me recuerda a la dolorosa desconsideración que las sufragistas blancas norteamericanas tuvieron con sus compatriotas negras, quienes no verían garantizado su derecho al voto hasta 40 años más tarde. Hoy recordamos a Rosa Parks en los murales, y aplaudimos a Angela Davis, pero ¡ay del garrafal olvido que perpetuó tantas vidas difíciles en los márgenes!
Proteger la dignidad de quienes no encajan en el género binario es un asunto de todos. No, no hay carnets de buena feminista, aunque algunas saquen a relucir su histórica militancia y su innegable aportación a la causa. Hoy, una nueva generación interpreta cuerpo y género con fluidez. ¿De verdad quieren expulsar de la fiesta de pijamas feminista a quienes no nacieron con útero? Coincido con la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, cuando señala que “en la UE todos deben ser libres de ser quienes son y amar a quienes quieran”. Cuantas más personas queramos apechugar como mujeres y pelear por no ser una mera anécdota en el poder, más fuerza tendrá el feminismo para derribar dos mil siglos de hormigón. Aunque casi asustan más los muros invisibles, los mentales.
Imagen por Sharon McCutcheon en Unsplash
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