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Las sillas vacias

El 2020 ha sido el año en que las mujeres dejamos de usar lápices de labios para salir de casa y también en el que los niños chicos aprendieron a hacer pasteles y no tuvieron que volver a preguntar “¿cuándo volverán mamá y papá?” ni “¿cuánto falta para llegar?”.

Los perros, que a lo largo de varios meses estuvieron privados de olfatearse entre ellos y temblaban durante las caceroladas, se vieron abrumados a causa de una sobredosis de presencia y cariño. Los hombres se olvidaron de las corbatas, y cabecearon al atardecer en el sofá, como hacían nuestros padres, como si cada día fuera domingo.

Perdimos las sonrisas en la calle. El gesto de mordernos el labio o de apretarlos, de desnudar la boca en una carcajada, de ver marcadas esas comisuras de payaso triste en un banco de autobús. Nos acostumbramos a las colas para comprar el pan o una caja de Omeprazol, y en ellas oímos de todo, a grito pelado, porque a menudo se hablaba por teléfono con los abuelos que oyen mal. Recuperamos las llamadas largas. El hilo entre dos voces. Barridos por la soledad, hemos conversado como antes: media hora o más, sin miedo a perder el tiempo, a ratos entrecerrando los ojos a fin de recortar mejor la distancia.

Nunca habían llamado tantos mensajeros a la puerta de casa. Con sus anoraks que huelen a carretera y su paciencia enguantada. Anotaban el DNI desde el telefonillo, educados y respetuosos con los protocolos, casi contentos de llevar a cabo la entrega. Durante mucho tiempo solo ellos tocaron el timbre de nuestros hogares. No, no hemos salido a bailar, ni hemos malgastado ni un minuto pensando qué vestido y qué zapatos nos pondríamos. Pero hemos leído más.Y un fuego diferente nos ha revuelto por dentro, empujándonos a diseccionar lo que de verdad importa, no en un ejercicio de madurez, sino como filosofía de vida. La escurridiza paciencia, ese arte que atempera el ansia de que algo suceda, nos ha acompañado a la fuerza, y en nuestros nidos no hemos dejado de sonreír, de desear ni de escuchar a Band of Horses y así sentirnos transportados a un campo verde y salvaje, con una brizna de paja entre los dientes. Hemos seguido suspirando y añorando hasta que ha llegado la Navidad, cubierta de bolas y luces, acebo y pesebres, y nos hacemos a ella masticando despacio la palabra familia . Mañana, cuando saquemos los turrones, habrá nuevas sillas vacías. De vivos y de muertos. Y los invocaremos. Porque a pesar de las telarañas con sus sedas de malentendidos y silencios, la familia es ese lugar adonde regresar.

La Vanguardia, 23 de Diciembre 2020

Imagen por Annie Spratt en Unsplash

Publicado en Artículos La Vanguardia

Un comentario

  1. Nerea Nerea

    Menuda maravilla. Siento como un pequeño trozo de chocolate negro suave, dulce y amargo a la vez, se deshace lentamente cuando te leo Joana Bonet. Gracias por momentos tan delicados y emocionantes como éste.

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