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La vida nuda

Durante buena parte de nuestra vida activa tendemos a confundir lo que hacemos con lo que somos. Permanecemos imantados a nuestras actividades como el cordón umbilical que nos ata a la flecha del tiempo. Acabamos por creer que han delegado en nosotros un poder y una responsabilidad que, por pequeños que sean, debemos tomarnos absolutamente en serio. O-, ¿no recuerdan cuando nos llevábamos trabajo a casa, no solo carpetas sino problemas, complejos, impotencias y relaciones envenenadas? Este año la casa ha acogido el despacho, y apenas hemos tenido roce con los otros. El simbolismo de las oficinas concebidas como colmenas humanas –donde aparentemente reinaba una eficiencia colaborativa– ha sido reemplazado por la pantalla inodora, ante la cual podemos transgredir el protocolo social fusionando vida pública con vida privada. ¿Cuántos teletrabajadores se habrán conectado con sus jefes en pantalón de pijama y calcetines? Y si este detalle bien podía producirnos cierto placer (igual que el de no trasladarnos hasta la periferia para ocupar nuestra silla laboral), debemos admitir que, a la vez, implica una pérdida de nuestro yo social y político.

Justo al inicio de la pandemia cayó en mis manos un interesante ensayo que analiza el pensamiento de Giorgio Agamben, Política sin obra , escrito por el joven filósofo Juan Evaristo Valls Boix, que forma parte de la corriente de pensamiento de política posfundacional plasmada en una colección que edita Gedisa. La filosofía de Agamben desarrolla una crítica a la maquinaria política occidental que ha separado la vida en dos: la legítima, productiva y gobernable, y la desnuda e inoperante, señala el autor. ¿Por qué no dejar de someterse a los principios de la realización y del éxito, los mismos que nos han atenazado como individuos? ¿Por qué la búsqueda del valor de nuestros actos nos ha desprovisto de gestos soberanos? “El hombre moderno es aquel que ha perdido la relación con él mismo y solo puede pensarse a través del consumo de nuestra identidad”, resuelve Juan Evaristo Valls.

Subrayé medio libro, desde el mismísimo prólogo, firmado por la profesora Laura Llevadot, en el que ilustra acerca de la inoperancia que encarna Bartleby y su “preferiría no hacerlo”, que, según el filósofo italiano, representa una forma de resistencia pasiva para no seguir engordando un sistema que “exige un hacer continuo y nos separa de la vida hasta agotarla”. Y volví a pensar en las vidas nudas, las que carecen de suplemento de politicidad. Las mismas que nos han asistido durante la pandemia. Y siguen haciéndolo. Las de los mensajeros y repartidores de paquetería, muchos de ellos sin un DNI español, precarizados y en los bordes del sistema, pero cuyo servicio –al igual que cajeras, repartidores o camioneros– ha constituido el pilar sobre el que se ha asentado una sociedad confinada.

Llegan las Navidades, pautadas, abortadas y replanteadas una y otra vez en una especie de coitus interruptus . Asistimos a una ruidosa delibe­ración de medidas que ha agotado nuestra escasa ración de deseo. Durante meses hemos blandido el carnet de buenos ciudadanos, entregando nuestras libertades a cambio de la promesa de seguridad, muertos de miedo por la acuciante sombra de la tragedia, y bien parece que sigamos dentro de un mal sueño parecido al que nos revelaba Roger Caillois, en el cual había desaparecido la casa que habitábamos; sí, se esfumaba de repente. Simplemente dejaba de existir.

¿Acaso nuestro presente y futuro no están más desnudos que antes del virus? Desprovistos del hervor de la ambición, ya no podemos admitir que la vida por sí sola no vale nada, sino reivindicar esa pura inmanencia del vivir aconteciendo, que describe Agamben. “Situar el vivir en el centro de la vida”, resume con clarividente sencillez. Qué difícil es entender a aquel cuyo vivir no se ha medido en función de sus fines y de sus obras, sino en la búsqueda del perdido jardín del Edén; “la beatitud de esta vida”, en palabras de Dante que recoge el autor.

Ya hemos hecho nuestra la soledad del animal herido, el desamparo del perro de Goya apuntando su hocico al abismo. Las ciudades paralizadas, la cancelación de los rituales sociales, las familias separadas que no se juntarán este año en la ritualización de Navidad y Fin de Año, esos escenarios familiares por antonomasia. Todo ello nos afecta, sí, pero permite también que nos escrutemos, asomados a la intemperie universal con un espíritu de superviviente. Y nos brinda la oportunidad de liberarnos de unas cuantas máscaras que, como el mentiroso que acaba por creer sus propios engaños, pensábamos que eran consustanciales a nuestra personalidad.

El otro día le oí decir al papa Francisco en La 2 que “los artistas son apóstoles de la belleza que ayudan a vivir a los demás”. Hizo un alegato a favor de la expresión artística y confesó que reza a santo Tomás Moro para que le guarde el sentido del humor. Qué sencillo parece, pensé: arte, risas y el paraíso terrenal. Algún día la vida pudo ser eso.

La Vanguardia, 21 de Diciembre 2020

Imagen por engin akyurt en Unsplash

Publicado en Artículos La Vanguardia

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