Cuando, en 1972, Joe Biden, abogado de oficio en los suburbios de Wilmington (Massachusetts), se presentó como candidato al Senado, solían confundirle con el hijo de su oponente, James Caleb Boggs, un sesentón curtido en la arena pública, veterano de la Segunda Guerra Mundial. Contra todo pronóstico, aquel joven menor de treinta años que había trabajado de salvavidas en una piscina pública, jugador de fútbol americano en la Universidad de Delaware –donde participó al lado de sus compañeros afroamericanos en protestas contra la segregación racial– consiguió el escaño. Pero se vio obligado a jurar en una toma de posesión junto a la cama de un hospital, en el que su hijo Beau, de tres años, yacía recién enyesado. Su mujer, Neilia, y su hija Naomi, todavía un bebé, acababan de morir al estrellarse la Chevy familiar tras el impacto de un tráiler cargado de mazorcas de maíz. Iban a comprar un árbol de Navidad. El sueño de aquella familia tan norteamericana quedaba destrozado en un arcén. Sus colaboradores recuerdan en la biografía exprés escrita por Evan Osnos, Joe Biden, una nueva era (Península), que cada vez que se ponía un anillo de Neilia en el dedo meñique eran conscientes de su sufrimiento (incluso llegó a fantasear con el suicidio). Todos querían ver a un viudo estoico, “pero Joe estaba harto de todo, solo sentía asco”.
Hasta entonces su vida había sido bastante afortunada a pesar de las estrecheces económicas y las inseguridades escolares. Cuando su padre, Big Joe, perdió el trabajo se puso a limpiar calderas. Les repetía a sus hijos una y otra vez su mantra: “Nadie es mejor que vosotros, y vosotros no sois mejores que nadie”. Osnos, ganador del National Book Award, subraya que la infancia del nuevo presidente de Estados Unidos estuvo marcada por la tartamudez, y él mismo recuerda que hablaba como en clave de morse. “Llevaba solo tres semanas en la escuela y ya me llamaban Joe Impedimenta, por mis problemas de habla”. De la misma forma que entonces inventó métodos propios para tratar de domar el habla, años después aprendería a controlar el dolor.
Podría aplicársele aquella frase de Susan Sontag: “La vida emocional es un completo sistema de alcantarillado”. Porque Biden remozó las cañerías de la suya de la misma forma que su padre desatascaba las calderas. En el Senado se reían de él: lo confundían con un asistente. No cedió. Reconstruyó su familia, volvió a casarse, con Jill Jacobs, una maestra criada en los suburbios de Filadelfia. En 1987, la primera vez que intentó ser elegido presidente de Estados Unidos, su campaña acabó prematuramente con su retirada tras ser acusado de plagio. Y, al poco, se derrumbó en la habitación de un hotel: sufrió dos aneurismas. Décadas más tarde a punto estuvo de cargarse su carrera política con un comentario sobre su candidato, Barack Obama, al que denominó “un negro muy limpio” en el fragor de viajes y mítines. Excusó su arrogancia, y fue un leal vicepresidente. Las tinieblas no terminan ahí: su hijo mayor, veterano de la guerra de Irak y perfil ascendente en el partido, murió debido a un cáncer cerebral a los 46 años, en el 2015. La aceptada vulnerabilidad consiguió limar su estilo arrogante y al tiempo paternalista; acusado de ser demasiado cariñoso con las mujeres, él lo rebate sin acalorarse, vinculándolo con la ternura de un abuelo. En los mítines –cuenta Evan Osnos– la gente se le acerca para preguntarle por el dolor y cómo superarlo: “Biden a veces tardaba tanto que había que poner música desde el principio”. Y para completar este relato negro, su hijo Hunter ha tenido serios problemas con las drogas, como le reprochó Trump durante la pasada campaña. Toda pérdida está ligada a cierto sentimiento de culpa, aunque también “al presentimiento de purificación, a la idea de peregrinación y de viaje”, según Juan-Eduardo Cirlot. Un viaje iniciático que finalmente le ha llevado a la Casa Blanca.
La gestualidad de Joe Biden denota su larga lucha contra el infortunio. Resulta curioso que tras su deseada victoria en las pasadas elecciones norteamericanas no se haya enfocado su figura desde la simbología. The Times lo acaba de elegir personaje del año, ex aequo con Kamala Harris –siempre a su sombra, conformando un tándem indivisible, sabedor que precisa del pulso de la juez demócrata y feminista para complementarlo–. Algunos han dicho: “Demasiado pronto, aún no ha hecho nada”. Pero ha llegado, siendo capaz de desactivar el lenguaje del odio de Trump y reuniendo en torno a su candidatura buena parte de las ilusiones políticas perdidas durante su mandato. Su biografía se le ha puesto en contra. Sin embargo, ha logrado revertirla. Acaba de cumplir 78, por lo que será el presidente más anciano de la historia de Estados Unidos. No son tiempos para líderes soberbios y endiosados. Y a pesar del juvenismo imperante, al señoro Biden puede identificársele con la personificación del saber ancestral vinculada a la figura del anciano. Pocos hombres han llegado a la cima con tanta desgracia acumulada, y manteniendo la reputación del dorado punto medio.
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