Saltar al contenido →

‘2020’, un temblor desconocido

“2020” documental por Hernán Zin

Cuando todos estábamos confinados en casa, bloqueados mentalmente por un sentimiento de parálisis interior porque todo lo que hasta entonces importaba había perdido su sentido, una pareja, Hernán Zin –cineasta y reportero de guerra– y Nerea Barros –actriz laureada y autora del documental Memoria –, agarró la cámara y salió a la calle. Madrid no tenía latido. Su paisaje urbano deslumbraba, irradiaba una luz desconocida, la que reverbera del vacío. Así se aprecia en las imágenes del documental 2020 (Lo que no has visto de la pandemia) , que se estrenó el pasado fin de semana en salas. Sí, en los cines. Porque ninguna cadena de televisión quiso emitirlo. Ya conocemos el cuento: “La gente no quiere revivir esto, necesitan distracción: series resultonas que ayuden a olvidar porque están hartos de la pandemia…”. Desde los despachos se tomaba una decisión escapista en un derroche de paternalismo que nos infantiliza como sociedad. Porque no se protege a la audiencia vedando las imágenes de pacientes con el culo al aire en la uci, el cuerpo volteado hacia abajo durante varias horas con el descomunal esfuerzo que significaba para los sanitarios hacerlo 20 veces al día. Ni se le hace un favor velando las imágenes de las puertas de las residencias de ancianos clausuradas, sin noticias para nadie, o de sus familiares llamando a un timbre sordo, como el de Vitalia Leganés, hasta que empiezan a salir los ataúdes. Más de cien. Tampoco es profiláctico negar la existencia de los enterradores que trabajaron sin parar de la mañana al anochecer, y apenas tenían tiempo de comer un bocadillo entre entierro y entierro. O de los asistentes sanitarios que utilizaron durante cuatro días el mismo EPI y acabaron infectándose. Yo quería verles y escucharles. Quería conocer las historias en letra pequeña –que se ha hecho inmensa–, porque solo alejándonos de las asépticas cifras oficiales podemos informarnos de verdad, también concienciarnos y actuar.

Zin se levantaba cada día de la cama, releía el artículo 20 de la Constitución y se lo metía en el bolsillo. El que incluye, igual que el 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la garantía de poder “investigar y recibir informaciones y opiniones, y difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. Orwell sintetizó todas las implicaciones de tan democrática potestad en una frase rotunda: “Si algo significa la libertad, es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”. Él y Barros lla­maban en vano a los hospitales y a las residencias con el objetivo de poder relatar todo aquello que permanecía oculto mientras la realidad nos ­superaba.

“Fue más difícil que entrar en Somalia en plena guerra, o en la franja de Gaza, en cuya frontera dormí en el suelo tres días hasta que pude entrar, o en los hospitales de Congo… Y me parecía extraño que, respetando la intimidad de los pacientes y con la protección adecuada, no pudiera rodar”. Le pregunto si solo a él se le ocurrió entrar con cámaras: “La tercera semana aparecieron fotorreporteros en el hospital de campaña de Ifema”. Después de levantar cientos de teléfonos, fue Esther Ruiz, secretaria tercera de la Asamblea de Madrid –y diputada por Ciudadanos– quien llamó al jefe del 112. Y Hernán se subió a una ambulancia, mientras Nerea empezaba a buscar a los sintecho que no podían quedarse en casa ni aplaudir desde el balcón.

“Ahora, valemos más que un fut­bolista” dice en 2020 un médico del hospital de Torrejón de Ardoz, que acogía los primeros casos de Co­vid-19 de España. Lo que imaginá­bamos y lo que no ahí está, cosido a ­través de los testimonios con nombre y apellido, nada que ver con el número, esa cifra que se desvincula del rostro y de la experiencia personal de un individuo. Nerea Barros se acordó de los perros. De los animales que se quedaban huérfanos cuando el Samur se llevaba a sus dueños al país de nunca ­jamás. Hasta que con suerte, una protectora de animales, Alba, iba a recoger a los galgos temblorosos o los pastores alemanes con la mirada ­perdida para devolverles su dignidad.

La productora Eva Cebrián, que cuantas más negativas ­recibía para su estreno, más fieramente creía en el documental, sabía que además de ayudar a concienciar sobre la epidemia, traía en su ejercicio de periodismo puro lo que en verdad ocurría entre aplauso y aplauso. El cineasta Patricio Guzmán expresaba con esa poética cotidiana de la que es maestro la importancia del género: “Un país sin cine documental es como una familia sin álbum fotográfico”.

Cuando tras más de cincuenta días sin conciencia, Julio –el segundo paciente diagnosticado en España de Covid– despierta, se encuentra con una pared blanca. “¿Y la gente no va a trabajar?”, pregunta. “¿Y los niños?”. Su mirada se nubla por un velo de compasión universal. Al recibir el ­alta, sale a la calle y respira la primera bocanada de aire tras 57 días. Antes no tenía miedo a la muerte. Hoy sí. Solo quiere vivir.

La Vanguardia, 30 de Noviembre 2020

Publicado en Artículos La Vanguardia

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *