Suena Aretha Franklin mientras mi hija arranca el motor del coche. Es sábado por la mañana y una niebla fina empaña los cristales, el día aún parece largo y blanco. Vamos a comprar cajas para ordenar, y ya solo la propia idea reconforta. ¿O no son las cajas objetos perfectos y a la vez prometedores? Creía que nos dirigíamos a una de las tiendas del centro de la ciudad, pero no; “me encanta la periferia”, enfatiza mi milénica descendiente que ahora conduce hasta el Ikea de San Sebastián de los Reyes, recurriendo al argumento de lo fácil que es aparcar allí. Al llegar, ni un hueco. Los coches hacen cola.
Anoche vimos juntas los anuncios de la Comunidad de Madrid, esos tremendistas en los que un nieto se responsabiliza de la muerte de su abuela y un marido de la de su mujer, por no ventilar, por no llevar mascarilla, por no mantener la distancia social. Y la mente me devuelve a los almacenes de muebles, donde la regla es “sálvese quien pueda”. Los visitantes no respetan los adhesivos pegados al suelo ni guardan el metro y medio: pasan rozándote, se apelotonan en las colas… hasta que levanto las manos como si me apuntaran con un arma. Aquellos que fuimos hipocondriacos de jóvenes –una anomalía que, igual que la timidez, hay que quitarse de adulto– hemos recuperado el sabor amargo de esa angustia: saberse desprotegido, a merced del virus y del otro.
Observo las bocas, y veo mascarillas muy usadas. Su función última es evitar la multa. Pienso en aquellos que nos contaminan con su falta de higiene y sus tapabocas de paripé. Mientras la campaña publicitaria para prevenir el contagio de la Covid-19 compite con aquellos tremendos anuncios que sirvieron para concienciar del peligro de la irresponsabilidad al volante y reducir la mortalidad en carretera, los clientes de la tienda confunden relajación con temeridad, pura ruleta rusa. Stefan Zweig describía en ese bellísimo relato que es Miedo (Acantilado) de qué manera su protagonista siente “la voluptuosidad que esconde el miedo (…) todo parecía avivado y alumbrado por un fuego oculto”.
Las medidas de prevención frente a la Covid-19 son, a lo largo y ancho del planeta, tan dispares como en España. Por eso, cuando los gobernantes hablan de un país fuerte y solidario que es capaz de sacar pecho y aguantar las cornadas, me río, y pienso de qué manera la pulsión de muerte anima a aquellos incapaces de respetar las normas de urbanidad en tiempos de virus, aquellos que, desde que han anunciado diversas vacunas, se han quitado la mascarilla como una flamenca los zapatos.
La Vanguardia, 18 de Noviembre 2020
Imagen por Alessio Rinella en Unsplash
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