Cuando las mujeres de mi generación teníamos veinte años, nos producía auténtico pavor el concepto de invisibilidad aplicado a nuestro futuro. Nuestras colegas nos alertaban: “A partir de los cincuenta años desapareces del espacio público, y los hombres dejan de mirarte”. Bueno –nos decíamos a modo de consolación aunque sintiendo el ardor del escándalo–, todavía nos faltan treinta años para alcanzar esa tremenda inmaterialidad, la sensación de habitar un desguace. ¿Cómo era posible que nuestras pocas referentes, las sabias, las activistas, las artistas que admirábamos, perdieran su encanto al llegar la edad de la menopausia, mientras que para los hombres marcaba la nueva edad del pavo, la del segundo matrimonio y la del coche fantástico?
La sentencia de invisibilidad se sostenía desde la tradición y desde la androcéntrica mirada de la seducción, la que dicta que cuando dejas de ser fértil ya no interesas. Ahí estaba aquella inolvidable estadística recogida por Susan Faludi en Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna : a los cuarenta años una tenía más probabilidades de sufrir un atentado terrorista que de casarse. Aquel mismo 1993, una eminente cardióloga, Bernadine Healy, fue nombrada por George H.W. Bush directora de los Institutos Nacionales de Salud (NIH) de EE.UU. y estableció una novedosa norma: únicamente financiarían aquellos ensayos clínicos que incluyeran tanto a hombres como a mujeres. Porque no solo las pioneras de la historia y todas aquellas que cumplían los 50 eran invisibles, sino que las mujeres habían sido borradas de las investigaciones bajo el acientífico supuesto de que los resultados masculinos podían aplicarse automáticamente a ellas con efectividad.
La doctora Carme Valls Llobet, en su interesantísimo libro recién reeditado por Capitán Swing, , profundiza en la masculinización de los protocolos médicos, un reduccionismo que no siempre ha tenido en cuenta las particularidades biológicas, psicológicas y sociales de las pacientes. El sesgo de género nos ha penalizado y ha acortado nuestras vidas. Curiosamente, estos mismos días puede visitarse en el Museo del Prado una exposición que lleva casi el mismo título – Invisibles – y exhibe obras de aquellas artistas que permanecían arrumbadas en el almacén del olvido. Y el Museu de l’Empordà, en Palafrugell, recupera la obra de 31 autoras que nunca fueron expuestas. Pero la cultura –en el ámbito de las letras somos mayoría tanto de licenciadas como de lectoras y consumidoras– no es el último bastión del poder masculino. En la medicina, más de un 77% de las profesionales sanitarias son mujeres, y hay más del doble de mujeres que de hombres matriculadas en las carreras de Ciencias de la Salud, aunque en la sanidad pública cobren y manden menos. “Desde hace más de diez años, con un 75% de mujeres estudiando en las facultades de Medicina, y con más de un 65% de médicas en atención primaria, no hay –al menos desde el año pasado– ninguna catedrática de Ginecología ni de Pediatría”, afirma Valls, y añade: “Un ejemplo de lo que no es de recibo: el Comité de Emergencias de la OMS tiene un 80% de expertos y un 20% de expertas”.
Elena Martín, 55 años, jefa de cirugía del hospital La Princesa, especializada en cirugía hepatobiliopancreática, nunca se ha quejado. Se ha dedicado a trabajar sin tregua. Su reputación es intachable, su currículum sólido y prolijo. Formada en la clínica Mayo, en la Cleveland Clinic y en el Hôpital Paul-Brousse de París, acaba de presentar su candidatura para presidir la Asociación de Cirujanos Españoles (AEC), entidad de cuya junta ha formado parte desde el 2003, con diferentes directivas. Elena no ha sido madre –“no he tenido tiempo”–, el suyo ha resultado un viaje al revés que el de nuestras pioneras, a las que su condición de progenitoras y cuidadoras acabó por expulsar de su sueño profesional (como prueba concluyente de que las mujeres siempre tienen que renunciar a algo).
Por mucho que los sobrinos de la doctora Martín se disfracen con batas blancas y estetoscopio, no quieren ser cirujanos. Su tía trabaja demasiado. “Las cirugías del páncreas son largas: una media de ocho horas. Hay que sacar el órgano, sustituir las venas, hacer injertos…”. Le pregunto cómo es un tumor: “Es una masa pétrea, dura, que cuesta despegar”. Elena ha salvado muchas vidas, al filo. Durante el primer pico de la pandemia de la Covid-19 fue una de las cabezas visibles de la AEC como interlocutora con el ministerio. Y no quiere argumentar su candidatura desde su condición sexual, sino desde la excelencia de su programa.
No hace falta decir que la AEC, fundada en 1934, nunca ha estado presidida por una mujer. Cierto es que ellas, pragmáticas y poco conspiradoras, renuncian a los cargos directivos para poder conciliar sus vidas. Pero también lo es que, hasta que no se supere esta anomalía, su visibilidad no logrará ser iluminada por los focos de una realidad que sigue apegada a las sombras de la desigualdad.
Eso sucede cuando las mujeres eran dueñas de si mismas y no dependían económicamente de nadie, lucharon por ser seres humanos útiles, amaron lo que se propusieron ser. Desgraciadamente las nuevas generaciones se creen geniales, porque salen a gritar y a acabar con estados, porque saben que no son nada, que no se preparan para vivir de manera libre, generaciónes que van a vivir esclavas de la materialidad superflua, de lo desechable. Gracias a que los que ya hemos vivido un tiempo, tuvimos padres que sabían para que tenían hijos, padres que no quisieron que sus hijos fueran del montón, que no permitieron que tuvieran que vivir auspiciados por nadie más que por nosotros mismos.