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La esperanza como mandato

Susan Sontag y Walter Benjamin compartieron la pasión por coleccionar libros y ruinas, además de habitar una personalidad torturada y vivir bajo el yugo de su hiperexigencia. Ambos estuvieron marcados por el infortunio, que los atornilló a los límites, pero a la vez los empujó hacia arriba: Sontag, huérfana de padre, enferma de cáncer; Benjamin, un hijo de la burguesía acomodada que acabó viviendo en la miseria económica, atraído por el hachís y la pulsión de la muerte. Los dos abrazaban un ideal de alta cultura que les ofrecía la llave de la independencia intelectual, aunque les exigiera dejar atrás orígenes e ideología –el sionismo y judaísmo de Benjamin, el comunismo de Sontag–.

Las frases de una y otro que ahora hallo en sendas bio­grafías recién aparecidas, Sontag. Vida y obra ), de Benjamin Moser, y Walter Benjamin. Una biografía (Gedisa), de Bernd Witte, podrían hilvanar un diálogo oportuno en nuestra época. Benjamin consideraba que el único placer del melancólico era la alegoría, a su vez una forma de leer el mundo. Y en su ensayo, Bajo el signo de Saturno , ­Sontag que tenía en un altar a Benjamin admitía: “Puesto que el temperamento saturnino es lento, propenso a la indecisión, a veces hay que abrirse paso a través de él con un cuchillo”. Hay algo terrorífico en esta ex­presión, una especie de autovio­lencia que se infligen quienes ven el ­mundo con distancia y acaban decidiendo que no forman parte de él, aun sin perder la ambición de influenciar en su rumbo.

En la primavera de 1940, Benjamin, que ya ha acusado al capitalismo y al socialismo de la explotación salvaje de la naturaleza, mira la imagen de un cuadro de Klee – Angelus Novus – y se da cuenta del fracaso de la historia y del suyo propio. El ángel de ojos ­desorbitados quiere irse mientras las ruinas alcanzan el cielo. “Esa tem­pestad es lo que llamamos progreso”. Pero la desesperación ya no anidaba en su alma. Witte escribe: “Y sin embargo, Benjamin conservaba la esperanza”; a la manera de Kafka, quien dijo: “Hay infinita esperanza, pero no para nosotros”. Este año se conmemora el 80 aniversario de su muerte.

Entre el materialismo dialéctico y su profundo sentido espiritual, se muestra un hombre que teme la suerte que puedan correr sus manuscritos, obsesionado por el coleccionismo, pero que acaricia al tiempo la esperanza de que la humanidad se salve. Bien conocido es su final, su suicidio con morfina en un pequeño hotel de Portbou, pocos días después de que la ocupación alemana llegase a París. Nunca se encontró la maleta con sus originales. Por su parte, Sontag luchó con todos los cuchillos a su disposición contra el cáncer. Cuando ya no soportaba la medicación y se la retiraban, cuenta Moser, exclamaba: “No quiero rendirme, dadme otra medicación”. En sus últimas noches de agonía, soñaba que Hitler la perseguía.

Sontag y Benjamin perseguían un humanismo no idealista sino real, y formularon unas nuevas perspectivas para la estética. Sin embargo, vivieron sus luchas interiores con obstinación y melancolía. Sontag se apartó del comunismo a partir de su relación sentimental con Joseph Brodsky. El poeta había sido condenado a un campo de trabajo en el Ártico ruso, donde pasó 18 meses, y fue liberado gracias a una presión internacional en la que incluso llegó a intervenir Sartre, entonces proestalinista. Una vez en EE.UU., se entregó a “cultivar la tradición literaria universal”. Me encuentro con el poeta ruso en otro libro de un contemporáneo, traductor de Grossman: Jorge Ferrer. En sus adictivas crónicas Días de coronavirus (Hypermedia), escribe sobre él y detalla el tiempo en que estuvo confinado en una media habitación, en la Liteini Prospekt de Leningrado. También cuenta el correo que recibe en plena pandemia de una periodista neoyorquina que fue amiga de Brodsky y charlaba con él en su planta baja de Morton Street. Y una vez narrada la epifanía, añade: “El virus te da y el virus te quita”.

La resistencia es uno de los valores que ensalza una sociedad cada vez más abatida. Y los melancólicos estamos obligados a mirar la realidad de frente, sin paliativos. Pero debemos regresar a la vez a las raras avis de la historia, como Benjamin y Sontag, dos magníficos ejemplos del pedalear contra los propios demonios, y del hambre de revertir un orden tembloroso que negaba la condición esencial de la humanidad, por ello acabaron desvistiendo los pesados ropajes de la ideología radical.

Hoy el paisaje no es ruinoso a pesar de haberse fracturado la flecha del tiempo, porque la pandemia ha empezado a tejer un nuevo sentido de comunidad en plena crisis del capitalismo tardío. El consumo desaforado, la hiperproductividad, los peces muertos en el mar Menor, los bosques ardiendo en la Amazonia y las abejas en peligro de extinción informan acerca de la desastrosa normalidad en la que vivíamos. En el vértice de la pirámide, los dirigentes se atropellan unos a otros, extendiendo la desconfianza entre los ciudadanos. Apenas se escucha a los intelectuales. ¿O no tienen nada que decir? Pero nosotros, los melancólicos optimistas, estamos obligados a man­tener la esperanza, aunque sea la de los demás.

La Vanguardia, 5 de Octubre 2020

Publicado en Artículos La Vanguardia

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