En la Viena de 1900, el neurólogo Sigmund Freud acabó de fijar su dibujo de la psique humana; el Ello, el Yo y el Superyó coincidían con la arquitectura de las casas de la ciudad, estructuradas en tres plantas que simbolizaban lo íntimo, lo público y el misterio de la memoria. Algunas, al igual que sus habitantes, funcionaban mal. Cuentan los libros que aquel mes de diciembre Arthur Schnitzler estrenó la obra de teatro El velo de Beatriz, donde el engaño de los sueños cobraba tal sentido de la realidad que parecía que hubieran sucedido. «Pero los sueños son deseos sin coraje / cínicos anhelos que la luz / del día arrumbó en el sótano / de nuestras almas. / Desde allí salen reptando en la noche». Freud, años más tarde, le escribió a Schnitzler refiriéndose a esta estrofa, reconociendo que lo que a él le había costado veinte años de investigación, el autor había sido capaz de exponerlo en cinco líneas. Siempre fiel a un talante digno, en 1939 el inventor del psicoanálisis decidió pedir ayuda para suicidarse con morfina cuando, aquejado por un cáncer de paladar, su mal aliento ahuyentaba a uno de sus perros, que ya no quería saber nada de él.
Ahora, un reciente estudio sobre el autor, entierra su mala fama de hombre aislado y carcomido por Edipo y afirma que fue, por encima de todo, un gran padre.
Bellas palabras para un gran hombre. Y una hermosa ciudad, pensada para dirigir un gran imperio, apretada se quedó en el distrito uno, desde Hofburg, la Opera, Karlplatz, el café Hanelka al lado del Graben, o la belleza de stephanplatz, al lado de unos chicos disfrazados de Mozart , ke suben y bajan por el Ring que rodea ese distrito de la ciudad con un taco de entradas gritando: Grose konziert, heute abend, Sehr Billig!!!, para ganarse unos chelines. Y es que Viena, es tremendamente mozartiana y escandalosamente pasotas con el bueno de Sigmund.