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Aeropuerto 2020

Dejen salir primero a la fila de delante y mantengan la distancia, si no, pararé el desembarque”, repite el oficial del vuelo IB8737 que ha aterrizado en la T4 procedente de Toulouse. Lo abrazaría si pudiera. Vuelvo a rogarle al pasajero que tengo detrás que no se pegue a mi espalda, que haga caso a las instrucciones. “No sirve de nada”, me responde, a pesar de los más de cien muertos al día en España, el país europeo que más fallecimientos por habitante notificó esta semana. El negacionismo combinado con la impaciencia es una bomba de mano. Los viajeros sorteamos al prójimo, buscamos atajos solitarios, nos sentimos como una especie de replicantes que juegan a la ruleta rusa: criaturas expuestas al invisible mal siguen el ritual preventivo, una forma de no sentirnos tan solos. El gel hidroalcohólico se ha convertido en un gesto mecánico, en un tic compulsivo, y las mascarillas de mejor calidad nos procuran una ilusión de resguardo. Los cuestionarios que rellenamos a bordo no insisten esta vez en si llevamos drogas o pertenecemos a una organización terrorista. Nuestra inocencia queda de nuevo en entredicho, pero la prioridad ya no son las tijeritas o los líquidos en las bolsas de mano, sino nuestra temperatura corporal.

Tan solo dos puertas de las diez permanecen abiertas en las terminales. Allí, dos guardias te piden la tarjeta de embarque. En los últimos 25 días he pisado tres aeropuertos, y no hay mejor resumen del estado de excepción que vivimos que su paisaje desvestido. Parece que siempre sea 1 de enero, o la tarde del día de Navidad en que la vida nómada cierra sus cremalleras para brindar frente a la chimenea. El precinto es la bandera roja. Tiendas, sillas, despachos, permanecen sellados con adhesivos que alertan de la distopía. El miércoles viajé a Milán: “Te pedirán una PCR negativa”. Al llegar, un luminoso alertaba: “Cosa fare?” si llegas de Croacia, Grecia, Malta o España… Recojo el equipaje. Los carabinieri de Malpensa visten de paisano. Nadie me pide el test, ni a mí ni al resto del pasaje. Busco las cinco diferencias entre el aeropuerto de Toulouse y el de Milán. El primero responde al concepto de no lugar que acuñara el antropólogo Marc Augé: impersonal, frío, la única máquina de café no funciona, tampoco hay comida caliente ni periódicos (el papel no podía ser más maldito). El segundo aún conserva el traje de aerotrópolis , término utilizado en 1939 por un comercial, Nicholas DeSantis, que presentó el dibujo de un aeropuerto en una azotea de rascacielos de Nueva York. Fue en el 2000 cuando John D. Kasarda llevó a cabo una investigación en la que demostraba el boyante impulso económico que podía desarrollar el comercio aéreo, transformando sus espacios en ciudades interiores de nombre abreviado, con sus parques infantiles, sus puestos de masaje, sus tiendas libres de impuestos y su alzado casi siempre monumental, ¿o acaso los arquitectos no han sustituido los planos de templos e iglesias por los de satélites aéreos o macrotiendas?

Milán-Malpensa adquiere el color apagado de la recuperación. Colas para todo, también frente a máquinas expendedoras a fin de reducir el contacto humano. A un lado de las taquillas del check-in se concentran los africanos, al otro, los europeos. La visión me produce escalofríos. La brecha ha cedido, y la noción mental de frontera se refuerza de alambre de espino, blindando sus puertas a la pobreza.

La sociedad va descendiendo de nive,l y volvemos a dividirnos en castas progresivas, como aquel sanatorio que ordena a sus pacientes según la gravedad de su dolencia, que narraba el gran Dino Buzzati en Siete plantas . El protagonista, Giuseppe Corte, ingresa con un poco de fiebre en un prestigioso centro sanitario y es instalado en una alegre habitación de la séptima y última planta, donde se encuentran los enfermos leves. A los diez días, el supervisor le pide un favor: ha llegado una señora con dos hijos y necesita su habitación; como arreglo temporal lo trasladan, ante su desagrado, a la sexta; y de allí, por una tontería, a la quinta. Halla consuelo en ser el menos grave de todos los pacientes, pero a causa de un eczema lo envían a la cuarta para recibir un tratamiento intensivo que no prospera, y acaba en la planta tercera. Enseguida le informan de que el personal coge vacaciones durante quince días, por lo que debe pasar a la planta dos, eso sí, con un cartel que él mismo exige: “Provisional”. Siete días más tarde, encolerizado y entre sollozos, desciende a la primera planta, la de los moribundos, aun sintiendo que tenía derecho a que le asignaran la sexta. “¿Cómo de repente se hacía en la habitación tanta oscuridad? Seguía siendo plena tarde”, escribe Buzzati.

Aún recuerdo cuando, a mitad de marzo, creíamos que nuestra lucha contra la Covid-19 duraría 15 días, un mes a lo sumo, y como Giussepe Corte nos sentíamos casi sanos. Al cabo de seis meses, seguimos bajando de planta, enfriando el sentido de comunidad, el único que nos puede redimir. Hacía freschino ayer, cuando el taxista lombardo me despidió a la voz de “¡Salve!”.

La Vanguardia, 28 de Septiembre 2020

Imagen por Alejandro Molina Fernández en Unsplash

Publicado en Artículos La Vanguardia

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