Saltar al contenido →

¡Qué bien se está aquí!

La gaviota de Àlex Rigola con Irene Escolar y Nao Albet

No puedo dejar de pensar en estas cinco palabras mientras la lluvia golpea con furia los cristales de la buhardilla. Septiembre ya no suena como en la canción de Dinah Washington, desprovisto del calor dulzón del violín; solo se escucha una insistente percusión que agita el pecho. Decibelios desbocados de tormenta que regurgitan miedo. Madrid es una caja de truenos. Los rayos se cuelan en casa como intrusos que empequeñecen la luz de las bombillas y borran las estrellas. Repito una y otra vez la frase que ha deslizado en un murmullo Irene Escolar: “¡Qué bien se está aquí!” . Ha sido el teatro el que me la ha devuelto. Palabras sencillas, comunes, que nos dijimos tantas veces al hallar un rincón de tarde al sol, y que permanecen enterradas desde que el mundo empezó a temblar.

Los espectadores esbozamos una sonrisa plácida bajo la mascarilla. Asistimos a la versión de La gaviota de Àlex Rigola, capaz de descascarillar la avellana de Chéjov sobre el amor no correspondido. El ruso intentó descifrar el (sin)sentido de la vida, y Rigola ha seguido el hilo: hay que entender el mundo antes de querer cambiarlo. En el teatro La Abadía estamos a gusto. Nos evadimos de la noche húmeda e infecciosa. Evitamos rozarnos, hay una butaca entremedio a modo de profiláctico. Los actores hacen de ellos mismos, no habitan al personaje ni ponen tonillo a los diálogos. “Los envidiosos son gente con muchas pretensiones y poco talento”, dice uno. Asentimos. Pero,¿qué es el talento? La pregunta no acaba de ser respondida. Repensamos, encajonados en la butaca, si pervive esa capacidad de transformación y de reconocimiento durante el pulso contra la enfermedad, que ha dejado de tener edad. Pienso en la hija de 18 años de la periodista Helena Resano: “Creíamos que la perdíamos, hemos sido unos afortunados… aunque la gestión en la Comunidad es un desastre, un despropósito: no hay estrategia, no hay gestión, solo muchos sanitarios trabajando sin descanso para nada”.

Regresan las ambulancias, el motín de sirenas y el hospital de campaña de Ifema. No, no se está bien aquí. Busco la obra de Chéjov en mis estanterías para comparar mentalmente el libreto de Rigola con el original, pero me cae a los pies otro pequeño libro: Oráculo manual y arte de prudencia , de Baltasar Gracián, definido por el propio autor como “un epítome del arte de vivir”. Es mi manzana. Mi I Ching. Una lectura necesaria en tiempos de crisis. El jesuita díscolo fue reflexionando, entre la opacidad y la luz, y reescribiendo máximas clásicas que se resumen en: conócete a ti mismo, ojalá llegues a ser el que quieres, distingue la esencia de la apariencia, hay que saberse negar, saberse abstraer, saberse atemperar…

Me detengo en el mandato 52: “No descomponerse”. Insiste en que el mal no puede salir a la boca, y que ni en lo mas próspero ni en lo más adverso hay que mostrar perturbación. Con las UCI de nuevo a punto del colapso, nos situamos lejos de la templanza que receta Gracián: el odio se ha desbordado al ritmo que marca el virus, y no retrocede, enrareciendo la calle, alejando a los ciudadanos de aquella otra premisa: “No tener voz de mala voz”. Eso es: “Tener fama de contrafamas. No sea ingenioso a costa ajena, que es más odioso que dificultoso”.

Gracián combate la engañifa de la vida deformada. Y dedica líneas a los necios, a los que ensucian la convivencia con lodo y asco. “Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen (…) el mayor necio es el que no se lo piensa y a todos los otros define”.

¿Quién es el listo que tiene la solución? Profetas disfrazados de economistas declaran que el Gobierno quiere arruinar España. El concurso de saltos mortales que ejecuta la oposición ante el nuevo avance de la Covid produce mareo, e incita a buscar escudos contra la malevolencia. Pero ¿qué hay detrás de tal fuego cruzado de acusaciones de incompetencia? No, no debemos rendirnos genuflexos ante la incertidumbre, ni desbocarnos al temor y acelerar la neurosis del contagio. Más que nunca necesitamos reconocer las migas del bienestar, desatar las vendas de los ojos, atrapar el instante, apurarlo igual que un licor sin miedo a la acidez, y cerrar los oídos a la estulticia que corroe el espacio público, incluido el institucional. Unidad –lo que demandamos a nuestros representantes– es una palabra tramposa que pocas veces se siente de verdad, pero también es la precisa, la que requerimos para no doblegarnos ante la desesperanza.

No queremos ser Josef K., sino el Orson Welles que adaptó a Kafka. En su versión de El proceso , el protagonista no se entrega sumiso a sus verdugos, sino que se resiste. Críticos y académicos tronaron: ¡qué osadía reescribir a Kafka! Welles les replicó que, después de Auschwitz, no podía aceptar esa docilidad de oveja camino del matadero. Cuento las horas para regresar al teatro esta noche, veré Los nuevos abrazos , con Clara Sanchis y Pedro Casablanc. No nos los daremos, no, aunque los añoraremos como si volviésemos a ser niños que por fin pueden volver a decir: “¡Qué bien se está aquí!”.

La Vanguardia, 21 de Septiembre 2020

Publicado en Artículos La Vanguardia

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *