Lo necesito a diario, siempre de noche. Cuando no queda ya nada por hacer y el día ha sido descargado sin puntos ni comas en la memoria. En esa nada venturosa, despojada de mandatos, cuando solo te espera el sueño como obligación vital, es cuando lo ansío fieramente. Me pregunto de dónde llega el deseo abrasador, la exigencia del neurotransmisor que reclama su dosis a modo de premio. Retraso el momento, me pongo a prueba igual que una rata, hasta que dejo salir a la niña que hay en mí y me lanzo al armario en busca de una tableta. Tan solo con rasgar el papel de aluminio, su olor me agarra de la mano y me lleva a un lugar del que no querría moverme: es el misterio del chocolate.
Cuando somos adultos, solemos engancharnos a él como metáfora de incompletud. Sí, eso que nos falta lo podemos suplir, de forma transitoria, con una onza de chocolate, alimento de esclavos hasta que el hombre blanco se enamoró perdidamente de su alegría. Me gusta negro y suave. Amargo y goloso. A medida que riega el paladar y lo saboreo, alcanzo una gloriosa satisfacción interior, avivo la mente y reconozco la calma de los granos de cacao cultivado en campos lejanos que han logrado amasar esta delicia.
El pasado domingo se celebró el día mundial del Chocolate –ideado por los franceses en homenaje a Roald Dahl, autor de Charlie y la fábrica de chocolate –, y a pesar del overbooking de conmemoraciones de todo y nada, pensé que se lo merecía. ¿Qué sería de mis amigos y de mí sin el chocolate? Tal vez usted también forme parte de ese círculo cada vez más extendido en el que nos recomendamos cacao con flor de sal, pimienta, nueces o sésamo, de Madagascar o las Antillas.
Aunque no existe prueba científica de su cualidad afrodisíaca, la voluptuosa relación entre chocolate y sexo está bien documentada a lo largo de la historia. Baste el ejemplo de dos entusiastas autorizados: Madame du Barry, la última favorita de Luis XV, el Bienamado , servía chocolate caliente en delicadas tazas de porcelana de Sèvres a todos sus partenaires antes de acostarse con ellos; y el mismísimo Casanova lo consideraba “una bebida mucho más vigorizante que la misma champaña”. Hubo un tiempo en que se afirmaba que el chocolate era el nuevo sexo. Pessoa, bajo su alter ego Álvaro de Campos, le dedica unos versos precisos: “Mira que no hay metafísica en el mundo como los chocolates”. Su dopamina deberá contentar a los amantes que carecen de los “espacios amplios y ventilados” que recomienda Salut para revolcarse, eso sí, con gel hidroalcohólico a mano.
La Vanguardia, 16 de Septiembre 2020
Imagen por Jessica Loaiza en Unsplash
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