Cuando una hija te dice: “me aburro”, eres consiente de que entras en tierra de nadie. Tu cabeza empezará a maquinar sin éxito: puzles, dibujos, balón, y acabará cediendo egoístamente a lo que a menudo le niegas, una pantalla. Pese a todo, la respuesta seguirá siendo: “me aburro”. La desgana infantil se confunde con el capricho. Pero hay una rabia contenida en su negación, como si el veneno de la nada les subiera a la garganta. Puede que el antídoto contra su tedio seas tú, que su soledad le desvista frente a un tiempo blando. Aunque los menores suelen recuperarse de improvisto, igual que de la fiebre. Basta que encuentren dos canicas en un bolsillo, y echan la tarde. Y aquel ovillo indefenso y amargo se convierte en una criatura de luz.
Hoy, una ola de aburrimiento agita el planeta, y a diferencia de los niños, no encuentra reparación. La falta de estímulos ha empezado a horadar el ánimo, y más en una cultura macerada en el contacto. Aumentan las cifras de cuadros de depresión y ansiedad mientras el paisaje urbano se invade de carteles con “se alquila” o “se vende”. Los jubilados italianos están tocados. Les han cerrados los salones de baile al aire libre. Sus copacabanas latinos donde podían sentirse vivos, enlazándose en un Doménico Modugno, han sido precintados. Bailarines o bailongos, no quieren ser tratados igual que los jovenzuelos con sus discotecas y sus reegaetons. Bailarían con mascarillas. Lo prometen.
La Covid zarandea algunos verbos que tanto hemos disfrutado, esos que parecen correr sin sudar: dinamizar, activar, excitar, motivar, impulsar. Tienen tan poco sentido como los ferraris rojos aullando igual que lobos hambrientos en la solitaria noche marbellí. El psiquiatra Richard A. Friedman afirma en The New York Times que el cierre del ocio ha calado en nosotros, pero que solemos confundir el aburrimiento con la depresión. Nos aguantamos mal a nosotros mismos. Con más pesadez después del confinamiento y la distancia social. Friedman subraya el desafío de nuestra sociedad hiperestimulada, y anima a invertir ese tiempo hueco en un espacio para revisar nuestras vidas.
El aburrimiento es un asunto moderno, nace con la sociedad de consumo y su promesa de emoción permanente. Entretener y avivar las horas se edificó como valor supremo. Los lugares y las personas aburridas descendieron al escalafón invisible. La vida apetitosa abarrotaba la agenda. Nos quejábamos por ir tras el tiempo, pero en verdad nos entretenía. Y ahora, condenados a la intimidad, sentimos que hemos ganado horas y bostezamos.
La Vanguardia, 31 de Agosto 2020
Imagen de Jorge Fernández en Unsplash.
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