A los libros les sienta bien el verano. Se broncean sobre la hamaca, se reblandecen con la humedad y les sale alguna mancha de aceite de coco. Sus letras lucen prometedoras en una portada: Verano, de Coetzee (Mondadori); Un verano sin hombres, de Siri Hustvedt (Anagrama); Verano y amor de William Trevor (Salamandra), o El mismo mar de todos los veranos (Anagrama). Pero cualquier libro adquiere su máximo esplendor cuando cae la primera tormenta de agosto. El cuerpo pide recostarse, entrar en sus páginas como quien ingresa en un club privado. Tras las ventanas gris perla, pasas sus páginas escuchando llover. Hay pocas maneras tan sencillas de sentirse a salvo. Olvido mis angustias para desentrañar las de Edith y Mae, las niñas que protagonizan Cuando más profunda es el agua, más feo es el pez , de Katya Apekina (Alfaguara), una especie de novela rusa sobre una familia americana que te regala una lectura adictiva con un nudo endemoniado sobre la fragilidad.
A la tarde practico el rastreo –palabra del verano– bibliófilo. Subrayo frases, en ellas reconozco tesoros: “Fui incapaz de explicarle que en aquel entonces era verano y se notaba aquel olor: a madera y alquitrán, y que una especie de ausencia se quedaba en la tarde después de que pasara el tranvía”. Es un viejo libro de Thomas Wolfe, Una puerta que nunca encontré (Periférica), un bizcocho dorado para degustar en agosto. Los yates no dejan una estela de ausencia como los tranvías. Varados en las calas, dobladas las toallas de algodón americano con las iniciales bordadas y sus canapés fríos, simbolizan el escalafón social más alto. La aspiración máxima del control y libertad. El timón, las canas al viento, las maderas lacadas y los sofás de piel blanca. “Hoy no salimos”, se dicen, con la mar diluviada. La vida también es una colección de toallas mojadas; cutres o caras, su inutilidad es la misma.
Ha dejado de llover. Algunos perfumes nicho intentan capturar, infructuosamente, ese aroma de après la pluie (ah, Satie!). ¡Qué poco ecologista me siento al matar hormigas! Tan minúsculas, tan insistentes, espejos de la tenacidad humana. Salen del agujero a las ocho de la tarde, y desfilan en línea, como si asistieran a un concierto de los de antes. Penetran el pan por todos sus agujeros, y cuando las ahuyentas se enfilan por las piernas y se enroscan en los dedos. A veces, miserable, dejo que las más educadas se lleven una miga a su gruta. A mis hijas les asustan los insectos mientras yo adquiero interés en sus economías sumergidas. Cuando ven una araña corren hacia ningún lado. La mayor me pide que salve a una joven lagartija de un charco. Hago lo que era incapaz a su misma edad, la recojo como un cristal, siento su nervio fibrado, y la dejo en la hierba… A menudo nos repugna lo desconocido. Descubro que el tacto con la lagartija me produce ternura. Mis hijas se azoran y mi chico mueve la cabeza de un lado a otro, entrecerrando los ojos. Debe temer que la transformación vaya a más. Bendito sea el barniz de los años que cierra falsos miedos y te enseña a tomar la lluvia de verano.
La Vanguardia, 12 de Agosto 2020
Imagen por Marc Kleen en Unsplash
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